Artículo original en http://guerrasdeinternet.com/vigilar-y-entretener-un-modelo-de-negocios-feliz/
(Capítulo 8 de «Guerras de internet«, 2015)
«Espiar a todo el mundo puede no atrapar terroristas, pero sí hace que los contratistas militares y las empresas de telecomunicaciones ganen mucho dinero. La vigilancia masiva es política con un modelo de negocios» Cory Doctorow
«Si no hay derecho a la privacidad, no puede haber verdadera libertad de expresión y de opinión, y entonces no puede haber una democracia efectiva» Dilma Rousseff, Asamblea General de la ONU, 24 de septiembre de 2014
― ¿Vas acá, a las cámaras, no?
El taxista deja de silbar por un momento la zamba El Arriero y se asegura de haber interpretado bien el destino. Llegando al Centro de Operaciones Tigre, por la ruta provincial 24, un clásico paisaje del conurbano bonaerense: a cada lado del camino la gente espera el colectivo, en fila, bajo el sol; otros, en bicicleta, hacen las compras en los negocios del barrio. En El Talar, la segunda localidad más poblada de Tigre, las calles del norte se mezclan con los arroyos que se desprenden del río Luján. Desde el sur, el Río Reconquista recuerda que la seguridad de la ciudad siempre dependerá del humor de sus aguas submarinas.
En Los Troncos del Talar -así es el nombre de la zona de bañados que alguna vez fue propiedad del General Pacheco[1] y transformó sus árboles en madera con la llegada del ferrocarril- hoy se erige un edificio de 4500 metros cuadrados, vidrios negros, marquesina roja y un felino (el logo de Tigre) que custodia desde lo alto. Para los vecinos, el COT es «el lugar de las cámaras». En el camino hacia el COT hay caballos en la ruta, casas sin terminar, piletas Pelopincho en la puerta y chicos jugando con tachos de pintura convertidos en baldes de agua. El barrio está igual que hace 30 años. Pero, apenas cruzando el portón, se distingue una camioneta híper tecnológica. Equipada para combatir y prevenir delitos, tiene pantallas de plasma, conexión satelital a internet, un mástil con una cámara domo y un dron preparado para actuar, con sus propios pilotos, siempre de guardia en el Centro de Operaciones. En el mismo playón de acceso, antes de ingresar, un grupo de los 42 móviles de la policía local descansan de su turno. Están equipados con GPS, cámaras que filman hacia adelante y hacia atrás, hacia adentro y hacia afuera, y un sistema que graba lo que se dice adentro del vehículo.
Cruzando el acceso, colmado de seguridad, pasamos molinetes firmas y llegamos a una segunda entrada. «Solo personal autorizado», dice el cartel de la puerta que conduce al espacio más grande: la sala de monitoreo. Allí, las 24 horas de todos los días del año, trescientos empleados del municipio miran, controlan y alertan sobre los movimientos que registran las 1300 cámaras que custodian los 360 kilómetros cuadrados del partido.
En la pared central, 18 monitores registran cada movimiento del municipio: desde los peatones que cruzan la avenida hacia el puerto fluvial[2], la gente que se baja en la última estación del tren Mitre, hasta los grupitos de chicos en las esquinas, los novios que se besan en los bancos de las plazas, las mamás que vuelven con sus hijos en moto cuando cae el sol en los barrios más humildes. A cada lado, los cien operadores que trabajan en el turno tarde miran sus pantallas. Adentro, un aire acondicionado glacial los mantiene despiertos en una tarde de verano calurosa. Del otro lado del vidrio, un gran patio poblado por plantas de hojas grandes y árboles recuerda que la naturaleza todavía existe, a pesar de los que los aíslan de ella, los monitores que cambian de imagen varias veces por minuto, las luces artificiales y los pitidos de los llamados que recibe el COT a cada minuto. Un continuado de alertas visuales y auditivas distrae la atención; pero el silencio humano gobierna. Los operadores no hablan entre sí. No está permitido, excepto que los supervisores les pregunten por una imagen. La tarea requiere permanecer inmóvil, mudo, encadenado al escritorio asignado, aunque muy activo para detectar posibles problemas. Ser un voyeur de la vida de los otros en el panóptico de esta ciudad del conurbano.
Durante 40 minutos, la función de cada operador es mantener los ojos bien abiertos, los sentidos atentos y la muñeca lista para hacer un rápido zoom con el mouse de la computadora y detectar cualquier movimiento sospechoso, o confirmar que una denuncia en la calle que hoy les toca monitorear esté ocurriendo. Después, descansar 20 minutos en una sala de relax, con mesas de ping pong y biblioteca, o salir al espacio verde, fuera del aire acondicionado y las luces de artificiales. En esa tregua, tienen permitido mirar sus celulares, recordar sus vidas hablando con sus novios, sus maridos, sus hijos. Cumplida la pausa, hay que volver al puesto -así, durante toda la jornada laboral-. Cuando vuelven, deben estar atentos y regresar al anonimato. Cuando ingresan a la sala de monitoreo no pueden llevar ningún elemento electrónico con ellos: no hay celulares, ni reproductores de música, ni cámaras. Nada que pueda registrar lo que allí sucede. Sus caras y sus cuerpos también están resguardados: todos visten chombas negras y unas gorras con viseras anchas.
― Tenemos que protegerlos. Ellos también viven en un barrio.
La supervisora del turno explica por qué cuidan tanto la identidad de los operadores. En su mayoría jóvenes, repartidos casi por igual entre hombres y mujeres, es necesario tener el colegio primerio completo y manejo de computadoras como requisitos básicos para ingresar al trabajo. Luego, se trata de estar concentrados. Mucho. De ser, durante su jornada laboral, fieles a su monitor, para que no se les escape nada extraño de lo que sucede el mundo exterior capturado en imágenes. Una de ellas, una chica que no llega a los 30 años, se distingue del resto: está muy maquillada, con las uñas perfectas pintadas de azul, el pelo recogido en un peinado de verano con pequeñas hebillas de colores. Cuando la observo en su tarea, detrás de su silla, levanta un segundo la vista y me saluda girando levemente su cara para que pueda encontrar su sonrisa y volver al instante a su monitor. Le devuelvo el saludo y la sonrisa, que aunque no llegue a ver, sé que distingue. Sus sentidos están acostumbrados a mirar por fuera de los límites de su cuerpo. Sabe que además de observar está siendo observada. Conoce las capas de una realidad que ya casi nunca es privada: ella mira, otros la miran, yo la miro a ella. Del otro lado de la sala, un compañero está volviendo de su descanso. Mientras se ajusta la gorra del uniforme, acomoda su cuerpo enorme entrando de lado a lado en la silla, y deja en el escritorio una Coca Cola recién abierta, que será su compañía en su nuevo turno. Él no parece registrar otro mundo más allá de su cubículo. Su mirada no registra matices; aquí adentro es casi un robot semi humano que sin movimientos en las imágenes no se mueve tampoco él.
Hasta que el turno termina. Cuando eso sucede, los operadores dejan de ser -durante dieciséis horas- quienes miran a sus vecinos desde la pantalla y vuelven a sus barrios. Allí se convierten otra vez en ciudadanos comunes, a los que las cámaras también controlan. Tal vez ya no puedan pensar en que sus vidas transcurren como antes: sin que nadie los mire. Quizás se olviden, en algún momento, de que están siendo observados. Pero seguramente ya no puedan pensar que son tan libres. Y, además, trabajan del lado de adentro, en «el lugar de las cámaras» mismo.
El Centro de Operaciones Tigre fue inaugurado en 2008. Hoy también es la sede de la Secretaría de Protección Ciudadana del partido, y donde trabajan también empleados de la Dirección de Tránsito y Transporte, Defensa Civil, y de la Dirección de Derechos Humanos, que se encarga del control de las funciones de seguridad. En la estructura del ministerio, los 300 «operadores» de cámaras son el grupo más numeroso. Son quienes trabajan en la parte más visible, la videovigilancia, el sistema implementado en 2008 cuando el entonces gobernador y actual diputado provincial Sergio Massa instaló los primeros ojos del monitoreo urbano. Hoy, siete años después, las cámaras ya son famosas, son casi sinónimo de Tigre, replicadas en otros municipios y mostradas en los medios con sus operativos varias veces por semana. También, son la imagen del futuro: para Massa, hoy candidato presidencial de la Argentina[3], la seguridad es el principal eje de campaña, e instalar cámaras, ahora en todo el país, una de las primeras medidas que su gobierno tomaría si llegara al poder.
― Cuando Sergio visita una villa, no le piden un plan social. Le piden que instale cámaras.
Santiago García Vázquez tiene 37 años y hace diez trabaja en el equipo de prensa de Sergio Massa. Es alto, grande, habla fuerte. Es directo, también para moverse. Parece que en su mente las decisiones se toman rápido; o, al contrario, que ya tiene todo tan pensado desde antes que cuando actúa solo está ejecutando un plan. «Distinto a ellos, igual a vos. La Argentina que viene», le dicta a una periodista que lo llama para pedirle novedades de la campaña. «Vamos a salir con ese slogan en una avioneta que nos prestó un amigo de Javier Faroni[4] en Mar del Plata. Silenciosa la avioneta, eh, muy moderna. No le jodemos la siesta a la gente que está en la playa», aclara y se acomoda en un sillón de cuero de diseño retro, en una oficina de 30 metros cuadrados con decoración neo-industrial en el edificio Torre de las Naciones, un monstruo de vidrios espejados azules a 200 metros de la estación del tren Mitre en Tigre, donde el frente Renovador ocupa 450 metros cuadrados y paga alrededor de 80 mil pesos mensuales en su sede de campaña.
La tarde le da un descanso: su jefe está viajando de regreso de un viaje de una campaña electoral que recién comienza y que lo tiene como uno de los tres favoritos en las encuestas para convertirse en el próximo Presidente argentino. Él, que fue parte de su camino desde el inicio, está orgulloso de haber llegado hasta acá. Pero, sobre todo se jacta de la estrategia de medios que ejecutó junto al jefe de prensa histórico de Massa, Claudio Ambrosino. Su criatura, una presencia mediática constante basada en la lucha contra la inseguridad, dice García Vázquez, condujo a su candidato al éxito. Y él está convencido de que en 2015 lo convertirá el Presidente.
Santiago me promete que podré ver a Sergio Massa en algún momento de la tarde. Pero la espera se extiende. El candidato atiende a cada periodista a su paso, habla con una radio, se saca fotos al llegar a un acto, responde miles de preguntas breves, repetidas, y nunca para. Entonces le pregunto a él, el hombre que lo sigue cada día e imparte sus frases a los periodistas de los diarios y a los productores de los noticieros, por qué tanta insistencia con las cámaras de Tigre. Por qué la muletilla de la videovigilancia está siempre presente en cada declaración mediática.
― A Sergio lo identifican con las cámaras de seguridad―me dice―. Las cámaras atrapan delincuentes. Por lo tanto, hacen justicia. Y Massa está preocupado por la seguridad. Es la primera vez que la seguridad se identifica como algo positivo. Por eso la gente lo ve y le pide cámaras. Y por eso pudo ganar un espacio de poder territorial: con ese resultado de su gestión, ahora se junta con ocho intendentes y arma un espacio de poder de abajo hacia arriba, desde una intendencia. ¿Sabés por qué? Porque instala en la agenda pública los temas. Y eso es tener iniciativa política.
― Algunos podrían decir que eso es «usar» la inseguridad para hacer campaña, más que resolver el problema. ¿No es peligroso? ―le pregunto.
― Yo tengo que comunicar gestión. Tengo el desafío de instalar a Massa como Presidente. Pero Massa es uno más de los 135 intendentes de Buenos Aires. ¿Por qué un medio de comunicación nacional va a estar interesado en algo local? Es muy difícil políticamente. Entonces nosotros logramos comunicar gestión en materia de seguridad. Y para eso necesitamos mostrarlo. Yo, desde hace siete años, tengo que lograr que dos veces por semana «las cámaras de seguridad de Tigre» salgan en los medios.
― Si el objetivo era ese, lo lograste. Las cámaras de Tigre están en todos lados.
― Claro que sí. Te digo más: nosotros hicimos que las cámaras sean protagonistas. Son un sujeto de enunciación: «Las cámaras permitieron atrapar un delincuente», «las cámaras lograron tal cosa», «las cámaras tal, tal y tal». Queríamos publicitar las cámaras y lo logramos. Al final, también Tigre logró bajar un 80 por ciento el robo de autos. Y eso también funcionó para disuadir a otros delincuentes. Pero nos llevó siete años de trabajo.
― Donde los medios fueron fundamentales. ¿En qué momento te diste cuenta que tenías que usar las cámaras para tu estrategia?
― En 2010, Sergio estaba de viaje y me llamaron del COT. «Se cayó una avioneta en la ruta 197 y Colectora. Lo vio un operador. Ya mandamos las ambulancias». Al lado de donde se había derrumbado había una estación de servicio. Podía haber explotado todo. Pero los pibes de las cámaras la vieron a tiempo: mandaron a los bomberos en minutos, extinguieron el fuego y no estalló nada. La cámara era espectacular: vos veías al avión caer, bruuuuum; si lo buscás hoy en YouTube tiene miles de visitas. Y encima, habíamos evitado una tragedia. Era un material buenísimo para los canales de televisión. Los productores de los noticieros mataban por tener eso.
― ¿Y qué hiciste?
― Me estallaba el teléfono, tenía a todos los productores quemándome la oreja: «dame la cámara, dame la cámara». Entonces hablé con Sergio. «Si vamos a dárselas a los medios, tiene que ser una estrategia de aquí en adelante», me dijo. «Pero siempre y cuando cuenten que gracias a las cámaras de seguridad se pudo prevenir una emergencia. Que digan que nuestro sistema da resultados». Y así fue. Le mandé la grabación de la cámara a todos los canales, por moto. Ahora ya avanzamos tanto que directamente subimos las cámaras a un servidor para que las bajen, todos al mismo tiempo. Somos muy democráticos con eso. Y también, obviamente, a veces tenemos que pedir autorización a la Justicia para difundir a algunas cámaras. Pero siempre se las damos a los medios.
― Pero la decisión fue cuestionada en ese momento. No todos estaban de acuerdo con darle ese material a los medios.
― Obvio. Los sectores del viejo peronismo de Tigre nos criticaron. Dieron un debate muy fuerte, nos cuestionaban por qué hacíamos prensa con las cámaras. ¿Pero sabés por qué nos pasó? Porque fuimos los primeros. No había centros de monitoreo y una política tan agresiva de comunicación. Yo tenía un video donde caía avioneta y llegaba una ambulancia que en seis minutos, cuando el máximo por protocolo son diez minutos. Ni siquiera tenía que editarlo, era bárbaro. ¡Todo en tiempo real! Para los canales era una papa caliente. Lo mandaban a buscar y volaba.
― Y sobre el tema de la privacidad de las imágenes, ¿tuvieron resistencia, debates?
― Sí, porque todavía no éramos tan fuertes políticamente. En el Concejo Deliberante, todavía había muchos representantes de Acción Comunal, la fuerza vecinalista de Tigre a quien Massa tuvo que ganarle la intendencia y con quien luego tuvimos que negociar los primeros años. Cuando pusimos las cámaras, necesitábamos aprobar presupuesto para extender el tendido de fibra óptica para que las cámaras transmitieran. Muchos kilómetros; Tigre es uno de los partidos más grandes de la provincia. Ellos se resistían a las cámaras con el argumento de la privacidad. «Es meterse con cosas delicadas, es hacer marketing, no política», decían. Pero también nos resistían en nuestro propio bloque. Nos decían que en definitiva la seguridad era potestad de la provincia, que para qué gastar plata y encima meterse con esos temas. Pero Sergio estaba muy decidido: «Vamos a fondo con esto», decía. Al final, ganamos las votaciones. Pusimos la fibra óptica y las cámaras empezaron a funcionar.
― Para vos, si las cámaras funcionan, el debate no es tan importante.
― Mirá, todo el mundo, todo el país, toda la comunidad, si querés «más intelectual», planteaba el debate privacidad-cámaras. Pero la realidad es que el robo de autos bajó. Yo no ingreso con una cámara a la propiedad privada. Si se cae un avión en un country, como ha pasado, y yo tengo al avión en el cielo, eso lo puedo mostrar, es mío. Yo no muestro nada de adentro, pero mientras cae no es propiedad privada, ¿no? Además, nosotros siempre nos manejamos primero con una instancia jurídica: la Fiscalía nos autoriza a habilitar las cámaras, es un proceso que ya lleva años.
― Pero vos, personalmente, ¿te planteaste si era bueno vivir rodeado de tantas cámaras, de que en el centro de monitoreo se pueda ver todo?
― Sí, a mí me hacía ruido el tema de «che, ¿qué onda si hay personas dándose un beso en un auto o están en un departamento y el pibe que está monitoreando es un perversito?». Pero eso no pasa porque hay un protocolo de acción. Cuando forman a los operadores, el requisito es no invadir la privacidad ajena. Si eso sucede, se los separa del cargo. Y hasta ahora nunca sucedió. Yo se lo tuve que explicar mucho a los periodistas al principio. La cámara permite prevenir. Por eso se fueron poniendo más cámaras en los colectivos, en los boliches y en los bancos, por ejemplo. Tenemos cámaras con escuchas donde los tipos dicen «mejor no vayamos a Tigre porque filman», o «no vendamos drogas en tal esquina porque hay una cámara». Se disuade a los delincuentes para que no elijan Tigre para robar.
― Justamente, una de las críticas a los sistemas de videovigilancia es que previenen el delito en un territorio, pero lo corrés a otro lugar. Se va al partido lindero, a San Fernando, por ejemplo.
― Está bien, pero ahí lo que Massa plantea es que él tiene una responsabilidad con los vecinos de Tigre que lo votaron a él. Él necesitaba que Tigre fuera seguro. Después, podrás trabajar articuladamente con San Fernando para que tampoco estén allá. La idea es correr a los tipos. En definitiva, que no estén acá. Ahora, que quiere gobernar el país, también lo plantea: una cámara cada mil habitantes. Sergio lo dijo siempre muy claro: cuantos más ojos tengamos, mejor. Cuando más vigilado esté el territorio, mejor.
― Entonces la solución a la inseguridad es llenar el país de cámaras. Hasta que los delincuentes se caigan al río, por ejemplo.
― Bueno, hay lanchas del COT en el río.
Santiago García Vázquez sonríe. Pero también habla en serio. No dice nada que su jefe, Sergio Massa, no haya dicho ya en público. «Argentina necesita una cámara cada mil habitantes», repite el candidato como primer medida de campaña cada vez que una cámara se le acerca. “Cuantos más ojos vigilando tengamos, más seguros estaremos”, repite el actual diputado por la provincia de Buenos Aires. Para Massa, la seguridad se trata de introducir cada vez más tecnología a la vida de la gente. Su Argentina del futuro es una donde cada movimiento puede verse, registrarse y atacarse.
Massa[5], de 43 años, no es el único político argentino ni del mundo que recurre a las cámaras como una solución eficiente contra la inseguridad, la principal preocupación ciudadana en las encuestas de opinión. Pero sí fue el primero en presentarlas como el eje de su plan. Su país perfecto está vigilado. Su idea de seguridad es un “cerrojo digital”, donde no pueden entrar los delincuentes, donde solo queden del lado de adentro los ciudadanos «de bien». Si son delincuentes, no son ciudadanos. Tigre, el lugar que gobernó y donde hoy vive, es su punta de lanza, el ejemplo que hay que copiar y extender a todo el país.
Los 380 mil tigrenses ya son parte del experimento: conviven con una cámara cada 290 habitantes, un número que se incrementa año a año, un modelo que se contagia a los distritos vecinos como San Fernando o Escobar, que también se van armando de tecnología. Es una ciudad-Gran Hermano, un experimento donde vivir siendo visto es parte de lo que todos aceptan a cambio de sentirse seguros. Como en un estudio de televisión, es probable que cualquier acción cotidiana quede registrada. Tal vez, el éxito del programa televisivo que encerraba a un grupo de jóvenes conscientes de ser filmados y alcanzó su máxima popularidad en Argentina en 2001, en el año de una de las peores crisis del país, haya sido la preparación en la ficción de una realidad que hoy aceptamos.
En el norte de Buenos Aires -donde también se encontraban los estudios de filmación de Gran Hermano- están algunas de las ciudades más vigiladas de la Argentina. También, las más fragmentadas: en Tigre hay un 60 por ciento de territorios ocupados por countries, barrios cerrados y complejos urbanos de altos ingresos. Allí vive solo el 10 por ciento de la población de Tigre (y el propio Massa, que vive en el barrio cerrado Isla del Sol); el 90 por ciento vive en el 40 por ciento restante. La calidad de las viviendas es buena: el 91 por ciento cuenta con buenas condiciones de habitabilidad. Sin embargo, todavía hay un 47 por ciento de hogares sin gas y el 83 por ciento aún no tiene cloacas[6]. Pero, según el candidato del Frente Renovador, la gente reclama más seguridad, por lo tanto, más tecnología.
La seguridad fue, desde su llegada al poder en Tigre, uno de los ejes de su campaña, y uno que nunca ocultó como bandera de campaña política. Su estrategia, tanto para la seguridad como para otros aspectos de la gestión pública, incluye una gran dosis de tecnología. Los ojos de la videovigilancia no son sus únicas herramientas. En su municipio, los patrulleros, los colectivos, los bancos, los boliches bailables, también tienen cámaras, sistemas de GPS y botones de pánico conectados al Centro de Operaciones de Tigre, el mismo lugar donde llegan y se vigilan las imágenes de las 1300 cámaras (en su mayoría modelo domo[7]) instaladas en el municipio. Los ingresos y egresos del municipio también fueron poblados de fibra óptica para permanecer vigilados. Las patentes de los autos que cruzan los límites de municipio son monitoreados por cámaras especiales. En las cuatro estaciones (de tren, el puerto fluvial y las dos terminales de ómnibus) del distrito también hay instaladas cámaras especiales fijas, que trabajan con reconocimiento facial, en áreas de gran circulación de personas, especialmente durante el fin de semana. Además de recurrir al sistema provincial de alertas 911, Tigre también cuenta con Alerta Tigre 2.0, un sistema que funciona vía sms y alerta a su policía local ante delitos. Las mujeres víctimas de violencia de género cuentan con un dispositivo de alerta especial, el botón Dama, que es entregado a las mujeres que inician una denuncia, y les permite alertar a la policía y la comisaría de la mujer ante una situación de abuso, al tiempo que comienza a grabar en silencio la situación para presentarla como prueba judicial hasta la llegada del patrullero. El municipio también cuenta con tres drones, y con pilotos especialmente capacitados, que cumplen guardias en caso de que se necesite utilizarlos.
En Tigre, la tecnología no sólo se destina a la seguridad. También está presente en los distintos procesos del estado, a través de una oficina de innovación donde trabajan funcionan unas 15 áreas que se valen de tecnología para brindar servicios a los ciudadanos. Allí se gestiona desde el manejo de las redes sociales hasta las señales de tránsito informatizadas y la actualización de todos los sistemas de información y alerta del municipio: las entradas y salidas de la autopista, el tránsito, el nivel del río, las alertas y posibles crecidas del agua en las islas. La ayuda social y los servicios a los vecinos también están informatizados, con bases de datos para los hospitales, escuelas y planes sociales. Sin embargo, lo que el candidato Massa hace más visible en sus frecuentes visitas a los medios de comunicación es la tecnología aplicada a la lucha contra la inseguridad. En ella, las cámaras de vigilancia y el trabajo del COT son, según él, la muestra de que invertir en tecnología genera resultados positivos para la sociedad. Son, como él también dice, una muestra de «gestión».
Sergio Massa -como sus otros compañeros de la generación política intermedia[8] como Mauricio Macri, Daniel Scioli, Francisco De Narváez o Jorge Capitanich- ama la gestión. Si para las generaciones políticas anteriores (la primera, de Antonio Cafiero y Raúl Anfonsín, que gobernó la primera democracia; la segunda, la generación del 70, siguió con Cristina y Néstor Kirchner, Elisa Carrió, Hermes Binner) la ideología estaba en la base del discurso y la acción que los llevó al poder, para Massa y sus contemporáneos se trata de hablar «desde afuera de la política». Ante el «fracaso de la vieja política», suelen decir, hay que llegar a la gente desde el sentido común. Las ideas (o la ideología) no son relevantes (aunque todos, sin excepción, se dicen peronistas). Lo importante es hacer. Es la gestión. Es mostrar resultados. El periodista Martín Rodríguez los describe de esta manera: «El talismán de los intermedios es la palabra ˈgestiónˈ, una palabra que no tiene dicción de izquierda y que vincula su pasión pública a la idea de hacer, ya que ese hacer también habilita su exposición. Pone ˈlos hechosˈ por encima de ˈlas palabrasˈ».
La gestión es tiempo. Es hacer las cosas rápido, sin pasarlas por el tamiz de la ideología. No se necesitan cuadros académicos o intelectuales -como tenía la izquierda-, sino «planes estratégicos» creados por «equipos técnicos. De allí a la incorporación de la tecnología como herramienta destacada de la gestión, hay un paso. La tecnología tampoco tiene -para ellos- política ni ideología. Es un medio para conseguir resultados. Se compra, se usa, y ofrece una solución. Como una licuadora, una plancha o cualquier electrodoméstico, su función es hacer lo que le corresponde. Si además lo hacen rápido, es mejor. Porque la gestión tiene en los medios de comunicación su gran aliado. Lo que no se puede mostrar en imágenes no existe. Lo que no se puede comprobar rápidamente, tampoco. Si la cámara atrapó a un ladrón de estéreo esta tarde, la imagen tiene que llegar a la pantalla esta misma noche. De eso se trata la gestión. Los aparatos al servicio de los hombres, logrando detener delincuentes (o hacer jugo, o planchar una camisa).
Pero además de rápido y para los medios, gobernar con «gestión» se trata de hacerlo con alegría, bajo una forma descontracturada y «natural». Tan alejada del conflicto que parece una política aséptica, sin manchas de realidad. Como dice el filósofo esloveno Slavoj Žižek, una de las características de la posmodernidad es la ilusión de que se puede obtener lo que se quiere sin sufrir[9]: tomar cerveza sin alcohol, Coca-Cola sin azúcar o café descafeinado, todas formas de obtener placer sin pagar a cambio ningún costo. Llevada a la política, esta idea sostiene que puede haber un capitalismo sin pobres, o convivencias multiculturales sin conflictos. Llevada a la tecnología, la idea se vuelve todavía más poderosa. Como explica el periodista y politólogo José Natanson, el ejemplo más rotundo de la ilusión está en los drones, los vehículos artillados no tripulados, símbolos de la guerra del siglo XXI, que permiten matar sin morir. «Controlados desde la base de la CIA en Langley por un operador que disfruta tranquilamente de su café mientras maneja el joystick, los drones permiten eliminar al enemigo sin riesgos y, al hacerlo, concretan el viejo anhelo de separar, en este caso por miles de kilómetros, el arma del blanco». Por esta razón, son las armas preferidas en la nueva estrategia contra el terrorismo, donde «identifican y matan silenciosamente, totalmente al margen del derecho internacional, por supuesto, y a menudo en países con los que Estados Unidos mantiene relaciones diplomáticas supuestamente amistosas, como Pakistán, pero sin la necesidad de enviar tropas, declarar la guerra o alimentar con más presos la cárcel de Guantánamo. Los drones borran la línea que separa la guerra de la paz».
Si en los países del norte del mundo, o las potencias más poderosas, se trata de utilizar la tecnología para combatir al gran enemigo-terrorismo, en América Latina la gran amenaza es la inseguridad urbana. Para derrotarla, también se compran y se utilizan aparatos y tecnologías: cámaras de seguridad, drones, sistemas biométricos de control de personas.
Mientras los cuerpos están cada vez más vigilados, los datos que registran los aparatos van quedando en manos de distintas autoridades de gobierno y seguridad. Nuestra privacidad, también. Pero además queda en poder de las empresas que proveen las tecnologías y que gestionan las bases. En ellas, hay datos tan sensibles que permiten identificar con sus huellas digitales o el iris de su ojo a una persona, o acceder con un clic a las imágenes de lugares que transitó: una estación de tren, una calle, un colectivo, una ruta. Sin embargo, esa información no siempre es tratada con la seguridad que corresponde. A veces simplemente se utiliza como un insumo más para lograr resultados «de gestión», para mostrar que se incluyó a una gran cantidad de personas en una base de datos, que se vigilaron a otros, que algunos delitos se redujeron. Aunque, todavía, en el caso de las estadísticas que vinculan la baja del delito con la tecnología todavía son difíciles de encontrar o relacionar directamente.
Mientras tanto, con esos resultados de gestión se ganan elecciones, o al menos se busca lograrlo. En el camino, la tecnología se sigue instalando en todas las ciudades del país. Sin debate público sobre sus usos, los presupuestos que se destinan a comprarla o quiénes serán los dueños de los datos y cómo los manejarán. Simplemente, crece entre nuestros cuerpos y los espacios que ocupamos.
Tigre es uno de los distritos más vigilados por cámaras de seguridad en la Argentina. Tiene 380 mil habitantes y 1.300 cámaras, es decir, una cámara cada 292 habitantes. Pero las cámaras no están en toda la localidad: en los countries, donde viven el 60 por ciento de sus vecinos, no hay cámaras públicas. Eso implica que el resto del municipio, las 152 mil personas que viven «muros afuera» son las más vigiladas, las que viven en los barrios y las que más transitan los espacios públicos. Por lo tanto, si sacamos los que están dentro de los barrios privados, el promedio se reduce a una cámara cada 116 habitantes. En el monitoreo de las imágenes trabajan 300 personas, en tres turnos de 100. Si cada operador debe mirar entonces unas 13 cámaras a la vez, entonces es responsable de 1508 vecinos (sin contar los que viven en los countries, que tienen sus propios sistemas de vigilancia privados).
En Tigre, la mayoría de las cámaras son modelo domo, una especie de ojo en oscuro en forma de esfera insertado adentro de una carcasa, que permite mirar en 360 grados hacia distintos puntos sin que se pueda divisar fácilmente hacia dónde está mirando. La marca más común, tanto en ese distrito como en el resto del país es Bosch, cuyo modelo VG4 y VG5 es el más comprado por las ciudades argentinas. Las cámaras, importadas, se adquieren a través de licitaciones, que -también, en un gran porcentaje del país- son ganadas por Global View, la empresa líder del mercado, que no sólo vende las cámaras sino que también provee su mantenimiento , reemplaza los equipos cuando se rompen y se encarga también de conectar las redes de fibra óptica y los software para transmitir sus datos. Junto con el modelo domo, tanto en Tigre como en otras localidades, también se utilizan otros modelos de cámaras, fijas, direccionadas a ciertos puntos, por ejemplo para detección facial en zonas muy transitadas, como estaciones de tren o terminales de colectivos. En estos casos, se utilizan cámaras Panasonic con tecnología DVR (son un circuito cerrado, que graba imágenes en forma analógica, que luego son digitalizadas).
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), sus 3 millones de habitantes conviven con 3.200 cámaras. O sea, hay una cada 930 personas. Las primeras se instalaron en 2005, en la Plaza Houssay, entre la Facultad de Ciencias Económicas y de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, durante el mandato del entonces jefe de Gobierno porteño Jorge Telerman. En 2007 se creó el primer centro de monitoreo de la Ciudad, con el objetivo de cubrir las plazas, donde se instalaron 74 cámaras. En 2009, un año después de la puesta en marcha de la Policía Metropolitana (la fuerza local de la CABA), el enfoque se amplió hacia uno más policial, con mayor vigilancia de la vía pública. Hoy, esa fuerza ya tiene instaladas 2.000 cámaras, que se suman a las 1.200 instaladas también en suelo porteño por la Policía Federal.
Un porteño, un visitante de la ciudad o un turista que camina por la avenida 9 de Julio desde Independencia hasta Santa Fe, será filmado doce veces, si se cuentan sólo las cámaras oficiales (y no las instaladas por empresas privadas). Las plazas, avenidas y lugares con mayor tránsito de personas -por ejemplo, el Obelisco la estación terminal de Retiro y la de Once- son las que tienen más presencia de cámaras. Entre los barrios, Puerto Madero se destaca como el más vigilado, si se considera que para los solo 8.000 habitantes de sus 2 kilómetros cuadrados se emplean 25 cámaras: es decir, una cámara cada 300 habitantes, una cifra que acerca al barrio al promedio de Tigre. En el vecindario, de edificios lujosos, casinos y restaurantes, pero sin escuelas y hospitales, tiene una bajísima tasa de ocupación: solo el 28 por ciento de sus residencias están ocupadas. Pero recibe todos los días 45 mil turistas de alto poder adquisitivo, que además de ser custodiados por las cámaras públicas, son registrados por una gran cantidad de cámaras de los edificios semi desocupados y por la Prefectura, encargada de la seguridad de la zona, que mantiene allí una tasa de delito cercana a cero. Pero en el resto de la Ciudad los delitos sí se registran, concentrados en otras zonas de alto poder adquisitivo como Palermo, Recoleta, Belgrano, Núñez y Colegiales.
La Policía Metropolitana tiene en Centro de Monitoreo Urbano (CMU) en su sede de Barracas[10], sobre la avenida Patricios. Allí, en el sur de la Ciudad, en el sexto piso de un edificio rodeado de construcciones modernas, recicladas para oficinas y lofts, convive un equipo de cinco programadores de software que se encargan de las tareas técnicas, un equipo de legales que procesa los pedidos judiciales que llegan para las imágenes[11], y los empleados civiles y policiales que trabajan en dos salas. A diferencia del COT de Tigre, en el CMU el ambiente es el de una oficina más de gobierno, con otros empleados y dependencias trabajando alrededor, y una mezcla de sala de monitores y centros de datos más oscuros, con otros espacios con empleados en sus computadoras, atendiendo papeleríos y reuniones.
En la primera, más pequeña y oscura, se reciben las alertas de los botones de pánico y alerta instalados en edificios públicos, centros de jubilados, clubes, inmobiliarias, comercios, iglesias y templos religiosos, y los que se reparten a encargados de edificios, testigos protegidos en causas judiciales y mujeres que sufren situaciones de violencia de género, entre otros. Decenas de monitores resaltan en la oscuridad, muestran mapas de los barrios, e imágenes de colores según las alertas que se presenten. Los empleados reciben mientras tanto las comunicaciones de los móviles y las distintas comisarias, que interactúan con la información que recibe la sala para distintas investigaciones y procedimientos judiciales.
En la segunda sala, más luminosa, con una vista que se abre hacia el este, trabajan 30 operadores, en tres turnos de ocho horas, con quince minutos de descanso por cada 60 minutos de monitoreo de imágenes. Los requisitos para el puesto son los mismos que para ingresar a la Metropolitana, entre ellos haber terminado el secundario, y además contar con una carrera técnica, aunque no es excluyente. Las edades son muy variables, y van desde chicos muy jóvenes que no llegan a los 30 años hasta otros mayores de 50. Entre ellos, hay un gran porcentaje de mujeres (como sucede también en el COT de Tigre).
Ubicados en tres filas de escritorios, los operadores se ubican de furente a una gran pantalla frontal conformada por 12 monitores que muestran un paneo de toda la Ciudad. A las once de la mañana de un miércoles, con mate, café y un ventanal chorreado de una lluvia ventosa de verano, los empleados civiles de la Metropolitana acercan y alejan el mouse, y eligen distintas tomas de las cámaras. Cada operador ve 16 cámaras durante su turno. El control es general, sin acercarse a ningún punto en particular. El acercamiento de la cámara solo se realiza ante un «escalamiento», que en la jerga policial implica un movimiento extraño, una salida de humo, o cualquier situación excepcional. Si eso sucede, avisa al oficial superior, y allí puede acercar más la cámara a un punto determinado (la puerta de una casa, un balcón, el banco de una plaza o una persona). Cuando se van acercando con la cámara, se abre un pixelado sobre las caras de las personas, para proteger su identidad. Recién en caso de necesitar reconocer directamente a la persona, ese borrado digital puede removerse para ver mejor a la persona. En caso de confirmarse un delito o una situación que requiera de acción, el oficial le avisa al comando del Centro Único de Coordinación y Control (CUCC), ubicado al norte de la Ciudad, en un edificio de la calle Guzmán, en Chacarita. Ese lugar se encarga de enviar un patrullero de la Metropolitana, o de la Policía Federal, una ambulancia, o lo que requiera el caso.
El inspector Jorge Brieva, hoy a cargo del CMU, trabaja hace 24 años en el área técnica de la policía, primero en telecomunicaciones en la Policía Federal y ahora encargado de las imágenes que se toman a los porteños.
― La Policía Metropolitana ya nació digital, pero los que atravesamos la experiencia analógica también la volcamos acá. Vos podés tener las cámaras, pero siempre tenés que estar atento y capacitarte en cómo cambia el delito: los que tenemos muchos años podemos detectar un movimiento sospechoso apenas sale en la cámara.
Brieva, flaco, camisa y corbata impecables, afeitado y peinado como si todavía fueran las ocho de la mañana, explica que además de las cámaras, la Metropolitana cuenta con otras herramientas tecnológicas dedicadas a la seguridad: un camión de exteriores similar al de los canales de televisión (que cuenta con dos cámaras domo y dos fijas), dos «mochilas de rápido despliegue» que transmiten imágenes en 3G, y un dron propio[12]. Desarrollado por la propia Policía durante dos años, el llamado «Metrocóptero» se utiliza para el control de tránsito y para sobrevolar zonas durante situaciones de emergencia[13].
En la tercera fila de escritorios de la sala de monitoreo de la Metropolitana se encuentran los supervisores, que ven la gran pantalla de 12 monitores, y también las de todos los operadores, desde una tarima ubicada unos 40 centímetros por encima del nivel del piso. En el escritorio principal, además del monitoreo central, una pantalla les muestra, en vivo, las principales cadenas de noticias de la Ciudad: TN, C5N, Canal 26, CN23, y los canales de aire 13, 11, 9, 7. En algunos canales, las cámaras que allí se comandan son protagonista, mostrando los movimientos de tránsito de la media mañana. En la siguiente señal televisiva, las imágenes ocupan la programación con un robo frustrado durante esa mañana o un choque la noche anterior. En otra emisora, el talk show de la mañana transcurre entre sus noticias de chimentos, la receta de pionono de atún para un día caluroso o el móvil desde Mar de Plata con el romance del verano. Al igual que para otros gobiernos, para el de la Ciudad de Buenos Aires mostrar «gestión de seguridad» a través de las cámaras también es prioritario.
― Nuestro personal está muy atento a lo que muestra la televisión. Vemos los canales de noticias y los informativos, y enviamos las cámaras las producciones de los canales. El departamento de prensa se encarga de ese trabajo; las mandamos por un sistema sencillo de transferencia de archivos a todos al mismo tiempo.
― ¿Cuán importante es para su área la relación con los medios? ―le pregunto.
― Es importante. Nos interesa que la sociedad sepa lo que está pasando, obviamente. Y también ser fuente de información de los medios sobre determinadas situaciones que detectamos. Por ejemplo, cuando difundimos el caso de los limpiavidrios que roban en la 9 de Julio queríamos alertar sobre esos casos, mostrarlo a la gente, y además que se supiera que sabemos que eso ocurre. Sin la prensa no se vería lo que hacemos.
― ¿Los vecinos siempre aceptan la presencia de las cámaras?
― Casi siempre. Pero en algunos casos no, en algunos asentamientos, o cuando rompen las cámaras por vandalismo. En esos casos, nuestra Policía acompaña a las empresas que instalan las cámaras y las esperan con los móviles durante la instalación.
― ¿Y qué otros problemas tienen?
― Los árboles. A veces crecen mucho y nos tapan las cámaras. Trabajamos con espacio público para que coordinen también la poda para proteger las cámaras. A veces un árbol te puede arruinar la vista de toda una zona.
Una vez que las cámaras toman las imágenes, las mismas se guardan en una base de datos durante 60 días. El objetivo principal es que las autoridades judiciales cuenten con ese material de prueba para sus causas. Pero también existen casos donde ciudadanos hacen pedidos específicos o los seguros las piden como documento, por ejemplo en el caso de un choque. En 2014, se debatió en el gobierno de la Ciudad la posibilidad de comenzar a cobrar ante las demandas de las imágenes. Ante la gran cantidad de pedidos de las empresas de seguros, hubiera significado una fuente de recaudación importante para las arcas públicas. Sin embargo, la propuesta fue desestimada, entre otras razones por motivos de conflictos con la intimidad.
Además de Tigre y la Ciudad de Buenos Aires, otras ciudades del país, en especial las de mayor densidad de población, también se están proveyendo de cámaras de videovigilancia. Según datos del Ministerio de Seguridad de la Nación, en los 135 municipios de la provincia de Buenos Aires hay 9 mil cámaras activas y 125 centros de monitoreo[14].
Los municipios del norte de la provincia -entre ellos varios controlados por el massismo y el PRO- están entre los primeros lugares. San Isidro, con 1030 cámaras para 45 mil habitantes, tiene un alto promedio: una cada 45 habitantes, conectadas por 100 kilómetros de fibra óptica y controladas desde la una sala de control ubicada en el mismo edificio de la Municipalidad. En Vicente López, para 270 mil habitantes, se instalaron 400 cámaras: una cada 675 personas.
En el centro del conurbano bonaerense, La Matanza, el partido más habitado, con 1.8 millones personas, tiene 600 cámaras. Está lejos de las cifras de Tigre o San Isidro, pero si quisiera llegar a esos promedios del norte sus vecinos tendrían que convivir con 6.000 cámaras, diez veces más que las actuales (que además serían imposibles de controlar). Junto con él, con diferencias en cantidad y etapas de avance, quedan pocos de los 135 municipios sin comprar cámaras y expandir las redes de fibra óptica para conectarlas. Cada cámara cuesta entre 15 y 30 mil pesos, según sus prestaciones. El presupuesto para hacerse de ellas, y tender las redes de fibra, se realiza en muchos casos con presupuestos locales del partido, y en otros casos con dinero de programas de seguridad de la provincia o de la Nación. Cuando los municipios tienen gestiones opositoras a la del gobernador, las compras de tecnología para seguridad se suelen publicitar más, y se las vincula a una «preocupación» de los intendentes para «ocuparse de la seguridad de los vecinos» mientras «otros no se ocupan» (en este caso, el ejecutivo provincial).
No sólo se publicita la compra de cámaras, patrulleros «inteligentes» y botones de pánico. También se muestran las capacitaciones a los policías y a los operadores que se encargarán de monitorear las imágenes, de mirar a los vecinos para mantenerlos seguros. En las redes sociales de los municipios, los vecinos agradecen, y también reclaman tener su cámara, en su cuadra, para vigilar su casa: «Quiero una cámara en 202 y Sobremonte, gracias», dice Cecilia en el Facebook del municipio de San Fernando. «Se necesita una cámara en la esquina de Ambrosoni y Alem (Victoria) todas las noches se juntan a tomar alcohol y fumar porro ni hablar de que venden drogas», escribe su vecina Florencia. «Ocúpense del barrio Mil Viviendas. Pongan cámaras. Hay mucha delincuencia, señor intendente!», pide Bárbara. «Que pongan una cámara en la calle Beltrán y Miguel Cané, que todos los fin de semana se matan las barras de niños y niñas a piedrazos y botellazos, algún otro tiro de armas de fuego y no se puede dejar ningún vehículo en la puerta de su casa, ¡parecen cavernícolas!», se queja Claudio.
Lo cierto es que las quejas parecen ser escuchadas por los intendentes. Primero para rodear los caminos de entrada y salida de los partidos, luego para vigilar escuelas, plazas, hospitales, dependencias municipales, las cámaras se van instalando de afuera hacia adentro: las calles más transitadas del centro, los comercios, los colectivos. En todos los casos, las cámaras no sólo están en las calles y los espacios públicos: los patrulleros (de la provincia) y los móviles municipales (que refuerzan la seguridad con presupuestos locales), también tienen ojos, GPS, y realizan patrullajes. También trabajan en conjunto con otras tecnologías como los botones de pánico y sistemas de alertas cada vez más centralizados, donde las comisarías, las ambulancias, defensa civil y bomberos se hacen de sistemas más inteligentes para trabajar en conjunto.
Sergio Massa, en Tigre, no es el único que invirtió en su entramado tecnológico para la seguridad, pero fue uno de los primeros que se animó a promocionarlo y defenderlo de sus detractores. Pero también respaldaron el modelo de las cámaras las máximas autoridades de la provincia. Apenas designado en su cargo en 2013, el ex intendente de Ezeiza, Alejandro Granados, dijo que había que instalar “miles y miles y miles de cámaras” para enfrentar la inseguridad. «Hay que llenar la provincia de policías y cámaras», repitió, y llegó a la misma conclusión que Massa y los voceros de los ojos electrónicos: las cámaras tienen que prevenir que los delitos sucedan, tienen que ver antes, ser más inteligentes que los delincuentes. «A mí no me gusta que la cámara relate lo que pasó, quiero evitar que el hecho pase y que las cámaras sirvan para ver cuando pasa el patrullero», decía Granados. Como en la película Minority Report, como en la serie Person of Interest, los funcionarios defienden los sistemas omnipresentes que todo lo ven para anticipar lo malo. Les gusta saber que, con horas de miradas tecnológicas acumuladas, pueden trazar el camino de las amenazas para esperarlas antes de que lleguen. Si lo hacen las películas, ¿por qué no lo pueden hacer ellos? La tecnología es cada vez más barata, está disponible, no requiere enormes inversiones de instalación. Una cámara de seguridad sale menos que un televisor de última tecnología. Un operador cobra un sueldo básico de empleado municipal y no requiere una formación compleja: con saber computación, seguir protocolos de protección de datos y privacidad, su activo más importante -los ojos- vienen con él, son parte de su fuerza de trabajo.
La misma Presidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, se pronunció a favor de la videovigilancia: «Yo quiero camaritas en todas partes», dijo el 3 de diciembre de 2012 durante la inauguración de un sistema de escaneo en el Puerto de Buenos Aires[15]. «Mientras más cámaras pongamos, mejor», repitió varias veces durante el acto, en el que recordó cómo los ojos electrónicos habían permitido encontrar al narcotraficante Henry Jesús López Odoño, alias Mi Sangre, que se había refugiado en Argentina[16]. La primera mandataria defendió la instalación de cámaras «no solo en barrios pobres», sino también en «Belgrano, Palermo, en donde vive gente de mayor poder adquisitivo, porque hay delitos de distinto tipo». Pero, al mismo tiempo, destacó que el registro de víctimas de delincuencia de la Argentina, es similar al de Chile y Canadá, países que, comparados con Nueva York, Los Ángeles o San Francisco presentan estadísticas mucho menores. Cristina Kirchner fue consecuente con su voluntad. Desde marzo de 2009, el gobierno nacional destina partidas presupuestarias extraordinarias para financiar el Plan de Protección Ciudadana, que permitió al gobernador Daniel Scioli desplegar la compra de cámaras y tecnología para luchar contra el delito en la provincia de Buenos Aires.
Las cámaras, por ahora, son una buena solución para todos: para los gobiernos, una forma de mostrar gestión en seguridad, un reclamo de las encuestas y los medios, pero a la vez un problema de abordaje históricamente complejo, donde mostrar más cámaras parece ser una forma efectiva de ocuparse. Para los vecinos, tener más cámaras significa sentirse más protegidos. Los presupuestos para comprarlas y los programas para ampliar los centros de monitoreo se expanden. La propia provincia de Buenos Aires está planificando que los municipios con menos presupuesto, que aún no compraron cámaras, o que simplemente tienen buena relación con la gestión central y reciben los recursos, lo hagan: Tres de Febrero, Esteban Echeverría, Berazategui se suman a la lista. En el verano de 2015, Mar del Plata inauguró un centro de monitoreo que su intendente, Gustavo Pulti (del Frente para la Victoria), publicitó como «el más grande de la Argentina», con 400 metros cuadrados y 100 operadores para controlar 1134 cámaras de seguridad (e inversión en sistemas de acceso biométrico y facial, sala de servidores propios). Aunque el COT de Tigre tiene dimensiones y tecnologías similares, la inversión e instalación de videovigilancia se suma como promoción de los intendentes y se acrecienta en tiempos electorales, donde un anuncio más es un minuto más en la televisión. Y también es una forma de competencia entre los municipios para ver quién tiene más aparatos y luces activadas en los bunkers-panópticos donde ellos, los soberanos, dominan la visión total de sus territorios-reinos.
Las ciudades pequeñas no escapan a la lógica. En el interior más profundo de la provincia de Buenos Aires, asociadas popularmente a la calma rural, donde no existe el delito y la gente puede «dormir con la puerta abierta», también se inauguró la carrera tecnológica. En Carlos Casares, la ciudad cabecera de una localidad agropecuaria de 22 mil habitantes, ya hay instaladas 20 cámaras, controladas desde un centro de monitoreo, y la proyección de instalar 20 más. En esa localidad, sede de la Fiesta Nacional del Girasol, los vecinos también donan cámaras al municipio y los medios locales reflejan con notas a los proveedores de las cámaras el orgullo de estar monitoreados.
En el resto del país, el panorama es similar. Las grandes capitales de las provincias también incorporan cámaras. En Córdoba hay instaladas 150 cámaras, controladas desde el Centro de Control Operativo, al mando de la Policía de la provincia desde 2010. En Santa Fe hay 400 cámaras activadas por la provincia, 100 más que instaló el municipio de Rosario, y otras 600 previstas para colocar. En Río Negro, las ciudades de General Roca y Cipoletti tienen 200 cámaras, instaladas bajo el programa «Alerta Río Negro». San Luis, pionera en la incorporación de tecnologías, ya cuenta con 500 cámaras de seguridad en todo su territorio, habitado por 500 mil habitantes. Publicitada como una provincia moderna, que busca atraer inversiones de industria y tecnología, el uso de las cámaras es, según sus autoridades «un elemento diferenciador a la hora de ser elegida por los empresarios para invertir». Pero también, una forma de que los vecinos vivan más seguros en, paradójicamente, algunas de las ciudades más pacíficas del país, como Villa Mercedes y Merlo, dos localidades presentadas como paraísos turísticos y que hoy también se están poblando de cámaras. Algo similar ocurre en Tafí Viejo, en Tucumán, una localidad de 39 mil habitantes, capital nacional del limón y primera exportadora mundial del cítrico. Allí se instalaron 125 cámaras, lo que equivale una cada 300 habitantes, registradas en un centro de monitoreo de la ciudad que trajo su tecnología desde el otro extremo del país: compró su sistema de cámaras a Movilnet, una empresa de Ushuaia. En esa ciudad austral, la capital de Tierra del Fuego, para sus 70 mil habitantes ya se instalaron 50 cámaras. El recorrido puede seguir: cualquier ciudad del país tiene previsto en su presupuesto la compra de cámaras, el mantenimiento de las mismas, o la instalación de redes de fibra óptica para que las imágenes lleguen más rápido a los centros de monitoreo y la policía.
En el mundo, el avance de la videovigilancia se incrementó a partir de 2001, luego del atentado a las Torres Gemelas en Nueva York, y los siguientes atentados en Europa (Madrid 2004, Londres 2005). En Estados Unidos y Europa, la «amenaza terrorista» fue y continúa siendo el argumento utilizado para incrementar el control urbano. En América Latina, la excusa que justifica el avance de la videovigilancia es «la inseguridad».
Brasil tiene dos de las ciudades más vigiladas del mundo: San Pablo y Río de Janeiro. Entre las cámaras estatales y las privadas, en la capital financiera del país se calcula que existe una cámara cada 8 habitantes, un número que inquieta frente al promedio de una cada 14 personas de Londres (con 420 mil cámaras) y de una cada 36 habitantes en Beijing (con 470 mil cámaras), dos de las ciudades que también figuran entre las más vigiladas del Planeta. Durante el 2014, el año de la Copa Mundial de Fútbol, Río de Janeiro realizó una inversión millonaria en cámaras, con la cual pobló su ciudad con más de 700 mil cámaras. Tanto en esa ciudad como San Pablo, los sistemas de videovigilancia crecen a razón de 10 por ciento anual, no sólo impulsados por el gasto estatal, sino también por las compras privadas de barrios privados y condominios, que refuerzan la propensión de la vigilancia que aumenta en las mega urbes con grandes diferencias sociales. A más división entre zonas ricas y pobres, más crece la inversión en tecnologías de seguridad. El DF mexicano se inscribe en esa tendencia, con 20 mil cámaras instaladas en los barrios más pudientes de la décima ciudad más grande del mundo, donde viven más de 20 millones de personas.
Londres es la ciudad más vigilada del mundo, con una cámara cada 6 habitantes. En todo el Reino Unido, entre los ojos de los entes estatales y los privados, el números de cámaras de circuito cerrado alcanzan los 5.9 millones, incluyendo 750 mil ubicadas en “puntos sensibles” como escuelas, hospitales y hogares de ancianos. En Estados Unidos, Chicago es una de las ciudades más monitoreadas, con 22 mil cámaras para sus 2.8 millones de habitantes, es decir, una cada 127. Sin embargo, Nueva York, que recibe 40 millones de turistas al año, y en donde viven 8 millones de personas, solo tiene 5 mil cámaras.
El avance de la videovigilancia es sostenido y omnipresente. Quedan pocos espacios del planeta donde no nos miren «para protegernos». Al mismo tiempo, se van construyendo centros de monitoreo, donde cientos de personas en cada ciudad se encargan de mirar las cámaras. Pero instalar cada vez más ojos, infinitamente, no es una solución sustentable, porque es casi imposible para los ojos de los humanos ver todas las imágenes que suceden en una ciudad. Se necesitaría otra ciudad paralela, imaginariamente construida en los subsuelos de la ciudad real, para vigilar todo lo que sucede arriba, en sus calles. Con robots (¿o con las mismas ratas que hoy son plaga en las profundidades de las urbes?) tal vez se podría llegar a ese ideal de una persona siguiendo a otra persona para prevenir que cometa algún delito. Pero la tecnología tiene una solución más eficiente: ahora que las cámaras son commodities, que ya todos tienen o tendrán, se están desarrollando tecnologías que interactúen con ellas para volverlas más «inteligentes». A las smart cameras se le comienzan a sumar nuevos softwares que ya no sólo filman y guardan datos, sino que están conectadas con sistemas que reconocen caras de personas, miran patrones de movimientos, reacciones inesperadas de una persona, o que detectan sensorialmente (con temperatura o ruidos) si se están concentrando grupos de personas en una esquina o en una calle, y así estar atentos a que sean simplemente un grupo de amigos yendo de compras o a bailar y no un grupo de manifestantes con bombas.
Inglaterra, el reino originario de la videovigilancia, es también el país que está desarrollando algunos de estos avances. «El reto es entender cada imagen», dicen los investigadores de la Universidad de Cardiff[17] a cargo de uno de los tantos programas que luego se venderán a corporaciones, que luego se venderán a alcaldes, para luego controlar a ciudadanos. «Es un signo de los tiempos. Si podemos complementar las cámaras con tecnología moderna será fantástico. No reemplazará a la policía, pero nos dará una herramienta adicional», dice John Munton, un vecino de esa ciudad inglesa que integra «Neighbourhood Watch», uno de los grupos de ciudadanos que trabajan en conjunto con la policía para proteger sus comunidades. Munton, un señor canoso de anteojos y arrugas muy marcadas, podría ser cualquiera de nuestros vecinos que le dan la bienvenida a las cámaras y a cualquier agregado técnico que se vista con la etiqueta «nuevo» o «moderno».
Pocos países, entre ellos Canadá, se resisten a la tendencia creciente de la videovigilancia. En el país del norte de América, el avance de las cámaras todavía es lento debido a fuertes debates respecto del tratamiento de las imágenes y la privacidad de los datos de los ciudadanos. Es uno de los pocos lugares del mundo donde -aun cuando las cámaras pueden traer beneficios, por ejemplo para la prevención de algunos delitos- se está produciendo un debate público sobre la verdadera utilidad del sistema y la relación costo-beneficio de adoptarlo, antes de lanzarse a llenar de ojos las calles. La discusión, que podría extenderse también a otros países, debería responder a algunas cuestiones fundamentales, que puedan hacerse antes de comprar soluciones técnicas envasadas, o al mismo tiempo que se adquieren, para evaluar su verdadera eficiencia: ¿Hasta dónde armarnos de cámaras resuelve el problema? ¿Cuánto podemos gastar: cuál es el límite donde invertir más dejar de ser sinónimo de efectividad y se necesitan otras soluciones? ¿Qué consecuencias -sociales, culturales- estamos dispuestos a tolerar a cambio de ser monitoreados permanentemente? ¿Estamos dispuestos a que nuestros cuerpos ya no circulen libres y estén siempre seguidos por miles de ojos que todo lo ven, y a su vez son vistos por otros? Finalmente, una última pregunta, que es, sin dudas, la más importante: ¿Quién decide la incorporación de tecnologías: el Estado o el mercado: las necesidades reales, las estadísticas, o las empresas y sus campañas de marketing?
Estas diferencias demuestran que la incorporación de cámaras no está relacionada con los índices de criminalidad. Antes que en las estadísticas, los gobiernos las incorporan por decisiones que toman por ellos las fuerzas del mercado. Los negocios privados en el espacio público son los que deciden que nos estemos armando de cámaras sin preguntarnos para qué, cómo se usan, cuánto pagamos por ellas (en dinero y en bienes no materiales como libertad y privacidad). Aunque, no es algo nuevo: las guerras impulsadas por las corporaciones de defensa y vendedores de armas, las epidemias y sus lazos con las grandes multinacionales de patentes de medicamentos, o los virus de las computadoras cuya solución está en grandes corporaciones tecnológicas son otros ejemplos del mismo mecanismo.
Tanto en Argentina como en el mundo, la instalación de las cámaras no responde a criterios racionales. La compra de tecnologías de videovigilancia no se debe a criterios demográficos: hay grandes urbes con pocas cámaras y ciudades pequeñas con cientos de cámaras. Tampoco se basa en las estadísticas de los delitos: además de ser difíciles de conseguir, los censos de inseguridad se basan en distintos parámetros (denuncias policiales que siempre son incompletas, datos del sistema de salud, información de compañías de seguros, estadísticas privadas y del estado) y miden delitos muy diversos. Sin embargo, cualquiera de ellos también parece resolverse con cámaras. Existen ciudades con altas tasas de delitos urbanos que trabajan con planes extensos de instalación de cámaras, pero también distritos con pocos delitos que compran ese tipo de equipamiento. Hay ciudades donde se roban autos, otras donde el crimen más común es producto del narcotráfico, y otras donde la seguridad urbana crece para prevenir las consecuencias de la desigualdad social. Pero ante situaciones de inseguridad tan diversas, la tecnología se presenta como una solución común. No sólo eso: en todas las ciudades -más allá de su trama de delito distinta- se instalan los mismos modelos y marca de cámaras, y las venden los mismos proveedores. «Bosch», «Panasonic», «cámaras domo de 360 grados» son palabras que pueden repetirse en una licitación de Tafí Viejo, Tucumán, y Chicago, Estados Unidos. También, en Tucumán o Chicago, se repite la ilusión de que tener un iPhone es estar mejor comunicado con el mundo. O que guardar nuestros datos en manos de Google es más seguro que hacerlo en una carpeta de nuestra computadora o en un pendrive de 20 dólares comprado en el supermercado. El marketing de la tecnología, el «furor por lo nuevo», nos lleva a instalar cámaras como solución mágica contra la inseguridad. El fetichismo, por ahora, le gana a las estadísticas.
Todavía no hay datos contundentes que demuestren la relación efectiva entre instalar cámaras y reducir el delito. Incluso los promotores más entusiastas -con poder económico para publicitar la tecnología en los grandes medios del mundo- aún no se animan a realizar afirmaciones elocuentes. En febrero de 2015, la revista británica The Economist realizó el informe «Ciudades Seguras»[18], cuya investigación estuvo financiada por la empresa de tecnología japonesa NEC, uno de los mayores proveedores mundiales de tecnología de vigilancia y control biométrico para gobiernos de todo el mundo[19]. Ni siquiera este trabajo, un claro producto del marketing de la técnica para publicitar sus ventajas en cada ámbito de la vida urbana, afirma que la seguridad es solo consecuencia de la tecnología. En cambio, junto con las virtudes de las ciudades inteligentes, destaca que los factores de desarrollo humano y la reducción de la desigualdad social siguen siendo tan importantes como siempre para vivir seguros. Es decir: la tecnología puede ser «linda» (y puede incluso ser un placebo para sentirnos protegidos), pero nunca es determinante por sí sola si no está acompañada por otras mejoras en la calidad de vida.
«La seguridad está estrechamente vinculada a la riqueza y el desarrollo», dice el informe. Con esto, destaca que, aún con los sistemas más modernos y la mejor infraestructura, las ciudades sus habitantes se sienten más seguros y donde menos homicidios registran las estadísticas son aquellas que además ofrecen seguridad la salud, mejoras en la infraestructura, buenos sistemas de transporte, y una serie de factores multi causales que contribuyen a reducir el delito. También, señala que es complejo determinar cuál, entre varios factores de mejora, determina la seguridad. Por ejemplo, varias ciudades que se candidatearon o se prepararon como sede de Juegos Olímpicos, mejoraron sus índices de seguridad: la mejora en las rutas, los subtes, la iluminación, el planeamiento urbano, también conforman un ambiente más protegido, más allá de la instalación de cámaras, patrulleros inteligentes o policías con ojos electrónicos en sus uniformes.
Respecto a la relación entre seguridad y bienestar en las ciudades, el informe destaca un factor siempre repetido pero también ignorado: las ciudades más fragmentadas socialmente, con barrios cerrados y muros internos, son más inseguras. No importa si invierten grandes presupuestos en seguridad: si las comunidades se encierran para evitar el crimen y la violencia, generan más inseguridad. Johannesburgo, la ciudad más grande, rica y poblada de Sudáfrica, es el ejemplo. Ubicada en uno de los peores puestos de seguridad personal, con altas tasas de crímenes violentos y pandillas urbanas, su respuesta es el crecimiento de las comunidades cerradas: tiene 300 barrios privados. Santiago, en el peor lugar del ranking de seguridad personal, también incrementó el número de comunidades privadas. Un estudio realizado en 2013 en Sudáfrica reveló que el riesgo de robos aumentó a medida que las comunidades crecieron.
Además de admitir que la seguridad sigue siendo un resultado de múltiples causas, el ranking de las «Ciudades Seguras» demuestra que las primeras en esa categoría no son las más vigiladas. En el top 10 se encuentra Tokio (Japón), Singapur (Singapur), Osaka (Japón), Estocolmo (Suecia), Amsterdam (Holanda), Sydney (Australia), Zurich (Suiza), Toronto (Canadá), Melbourne (Australia) y Nueva York (Estados Unidos). Aunque todas tienen sistemas de vigilancia, ninguna de ellas está en el ranking de las ciudades con más cámaras del mundo. Nueva York, que tiene diez veces menos cámaras que Chicago, también tiene menos homicidios. Tokio, con 10 mil cámaras para sus 13 millones de habitantes, lidera el ranking de seguridad. Toronto, que se niega a seguir el camino de la vigilancia masiva mientras debate el dilema entre seguridad y privacidad, es además una de las mejores ciudades para vivir en el mundo en otros aspectos, como la salud y la calidad de vida. En cambio, entre las ciudades menos seguras se encuentran algunas de las más vigiladas: Beijing, México DF, San Pablo. Londres, la más armada de ojos electrónicos de Europa, está en el puesto 18 de la lista.
Sin embargo, aunque en el informe queda claro que las cámaras no garantizan la solución, pocos días después de su publicación, el alcalde de Jakarta, la ciudad más insegura del mundo según el ranking, anunció la instalación de 2.500 cámaras de seguridad y una aplicación para teléfonos Android para alertar sobre crímenes. «Si hay 2.000 personas que ponen en peligro los 10 millones de ciudadanos de Yakarta, los arrestaremos. Vamos a disparar y apuntar a sus pies. Si el disparo no es preciso y en vez golpea la cabeza, no será culpa nuestra. Queremos convencer a los ciudadanos de Yakarta que estarán seguros», dijo Basuki Tjahaja Purnama, la autoridad máxima de la ciudad. En los sitios de internet que anunciaban la noticia se citaba, casualmente, el informe de NEC y The Economist como fuente de la información que ubicaba a la ciudad de Indonesia como la más peligrosa.
Junto con los factores sociales, existen también falencias técnicas que no garantizan que armarse de tecnología implique más seguridad. El informe destaca algo también repetido pero ignorado: la mayoría de los sistemas de CCTV (circuitos cerrados de televisión, usualmente usados para vigilancia) tienen problemas de seguridad. En la jerga informática, se las llama «vulnerabilidades», «puertas traseras» o formas de «hackear» las cámaras o las redes conectadas a internet por donde circulan los datos e imágenes. Cualquier modelo de las cámaras más usadas para vigilancia urbana es, paradójicamente, potencialmente inseguro.
Las cámaras en las calles, escuelas, negocios y hospitales otras veces funcionan como placebo («si está la cámara es más seguro»). Al tiempo su instalación se produce rápido y sin discusión, luego no se realizan chequeos de seguridad periódicos para asegurarse de que las imágenes no puedan robarse, alterarse, borrarse, o simplemente para que nadie externo a las autoridades tenga acceso a ellas. En ese aspecto, una de las razones que hacen a Tokio la ciudad más segura es que sus sistemas tienen altos niveles de monitoreo y son poco vulnerables. En cambio, Moscú, en el piso de la lista, sufre vulneraciones constantes y robos informáticos frecuentes de cibercriminales. En el caso de la Argentina, los expertos en seguridad informática aseguran que pocos sistemas de videovigilancia estatales realizan controles periódicos de seguridad, y que casi el 100 por ciento de los modelos de cámaras utilizados presentan vulnerabilidades.
Sobre la relación entre estadísticas, máquinas y declaraciones políticas, las contradicciones son infinitas. En julio de 2012, el entonces recién asumido Secretario de Seguridad de la Nación Sergio Berni, declaró[20]: «Buenos Aires es una de las ciudades más seguras de Sudamérica». Según los informes internacionales, en aquel caso de la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, dependiente de la ONU), su afirmación era cierta. «En la Capital, en robo seguido de muerte, tenemos una tasa de cinco por cien mil; cada cien mil habitantes, cinco homicidios. Esto la coloca dentro de las ciudades más seguras de América Latina». Sin embargo, tras esta declaración, y los años siguientes, su Ministerio promovió, mediante el Plan Nacional de Protección Ciudadana, «la incorporación de recursos tecnológicos y logísticos» para «la lucha contra el delito». En el marco de ese plan están los presupuestos para la compra de sistemas de videovigilancia, tanto para la Ciudad de Buenos Aires (donde la Policía Federal suma ese equipamiento al de la Policía Metropolitana local) como para los 135 distritos de la provincia de Buenos Aires, 125 de los cuales ya recibieron recursos para instalar sus centros de monitoreo.
En la provincia de Buenos Aires, donde se registran 82 delitos por hora[21] y 3 homicidios dolosos por día, el consenso sobre el estado de inseguridad es unánime: ni siquiera el partido gobernante se atreve a cuestionar que es un problema a resolver. En 2009, como una de las soluciones, se estableció el Programa Integral de Protección Ciudadana (PIPC), por el que el gobierno Nacional y el provincial se comprometían a la transferencia de recursos para la compra de tecnología de los municipios. Para los partidos significaban montos importantes de presupuesto para comprar cámaras de vigilancia, sistemas de alarmas y reconocimiento de patentes en los ingresos a los partidos, la construcción de centrales de monitoreo, y sistemas de monitoreo satelital para los patrulleros, entre otras herramientas. También, dispuso, en letra impresa, que «las imágenes captadas por las cámaras» fueran guardadas por los municipios «por un periodo determinado de tiempo, en una sala de servidores especialmente acondicionada» para servir, «de ser solicitadas por la justicia, como medio de prueba». Aunque el Programa se implementó, y sigue en marcha desde hace seis años, las estadísticas no reflejaron mejoras a nivel provincial. Entre 2012 y 2013, el último año con cifras oficiales, los homicidios dolosos crecieron un 8 por ciento y los robos a mano armada 21 por ciento. Los «delitos de impacto social» (robo, asaltos con armas o robos agravados, entraderas, salideras, golpizas y ataques de motochorros) subieron un 15 por ciento. Los robos de autos, uno de los delitos que las cámaras deberían prever con facilidad, aumentaron un 14 por ciento.
Las estadísticas locales no reflejan mejoras. Los informes internacionales demuestran que las ciudades más vigiladas no son las más seguras. Los especialistas siguen destacando que la inseguridad está directamente relacionada a la desigualdad social, y que sus causas múltiples no pueden resolverse con soluciones únicas. Sin embargo, la tecnología de la videovigilancia sigue promocionándose como una solución de seguridad y los gobiernos destinando una enorme cantidad de recursos a ella.
Esta irracionalidad tiene varias explicaciones posibles. Entre ellas, existen tres muy importantes, que están relacionada. La primera es el aura mágica que le concedemos a la tecnología para resolver problemas. Como dice el filósofo Christian Ferrer: «a los políticos y tecnócratas no se les ocurre otra solución que no sea técnica». Según él, el mundo vive bajo una matriz técnica, que es un poder en sí mismo, por el cual le damos a las máquinas una voluntad suprema. Podemos pensar (con mucho esfuerzo) que las tecnologías no son neutras y que arrastran daños «colaterales», pero siempre las terminamos adoptando sin prestar demasiada atención a su relación costo-beneficio. No tiraríamos una bomba para matar una hormiga, no tomaríamos un frasco de aspirinas para quitarnos un dolor de cabeza, pero sí podemos instalar una cámara cada seis personas pensando que eso nos dará seguridad.
La segunda está relacionada con la búsqueda de resultados rápidos a problemas complejos: queremos pagar por soluciones empaquetadas, comprar fórmulas de seguridad. Las empresas de tecnología son especialistas en eso, desde ofrecernos teléfonos que nos hacen más felices hasta sistemas de monitoreo que nos reconfortan de seguridad. Compramos tecnología como compramos caramelos: si nos gusta el paquete y creemos en su publicidad que dice que comiendo esa pastilla tendremos mejor aliento para besar a la chica, la queremos.
La tercera explicación está relacionada con el propio sistema capitalista: las empresas que nos venden las tecnologías de vigilancia masiva son parte del problema y de la solución de la inseguridad. Siempre ofrecen un avance más para nuestras vidas alarmadas por el delito, y al mismo tiempo conocen qué despachos de funcionarios, legisladores, intendentes o presidentes visitar para venderle sus inventos fabulosos. Como en el cuento del escritor sueco Hans Christian Andersen «El traje nuevo del emperador», los soberanos creen que vestirse con más brillo (acrecentar la tecnología de sus reinos) les dará más poder, los hará más atractivos ante sus súbditos. Pero, tal vez, solo estén comprando lo mismo de siempre, para permanecer, como antes, desnudos.
En la última versión cinematográfica de Robocop[22], en una Detroit de un futuro 2028, la sociedad está dividida frente a una pregunta: ¿Se deben permitir las máquinas para reemplazar a los humanos en el combate contra el delito dentro del país, Estados Unidos? Nadie se cuestiona si está bien usar robots o drones para matar -incluso civiles- en sus guerras lejanas de Irak o Afganistán. Pero, cuando se trata de utilizarlos en su propio territorio, surge la pregunta: ¿Podemos dejar la seguridad en manos de aparatos sin corazón ni sentimientos, dirigidos desde una pantalla o un programa de computación?
Omnicorp, la poderosa empresa de ficción que vende los robots-armas está decidida a que la respuesta sea sí: el negocio de la seguridad es demasiado grande como para dejarlo en manos de otros. El objetivo entonces es convencer a la opinión púbica de que la tecnología puede tener un «costado humano». Para eso, hay que encontrar una historia y contarla con los mejores recursos que tienen: hacer que la gente se encariñe con un personaje, venderlo de forma humana aunque sea una máquina. Así nace Robocop, un humano que tras un accidente conserva su cabeza y su corazón, y el resto de su cuerpo es reconstruido con tecnología, para convertirlo en una máquina capaz de procesar todos los registros criminales, huellas digitales e información de toda una ciudad en segundos. Su obejtivo es luchar contra el crimen. Sin embargo, en sus primeras misiones se descubre que su parte humana todavía tiene conciencia, y con ella miedos, culpa, memoria, sentimientos de amor, que prevalecen por sobre los cálculos racionales que realiza para decidir si una persona es culpable y debe morir.
Un robot que no es racional no sirve. La sociedad no lo quiere, y la empresa que tiene que venderlo, menos. Omnicorp entonces decide quitarle todo lo humano que le queda. Lo convierte en una máquina, y le crea a él y a la sociedad la ilusión del libre albedrío: los hace pensar que todavía deciden sobre la vida y la muerte, cuando en realidad sólo lo hacen las máquinas. Pero esas máquinas no actúan solas. Están controladas por un pequeño grupo de hombres: aquellos que las programan y diseñan su software. Las decisiones, al final, las toman ellos. La tecnología nunca es neutral. Sus decisiones quedan en manos de pocos. Los robots comienzan a ir en contra de otros humanos, con menos poder.
Robocop muestra, en un escenario distópico, lleno de explosiones y futurismo, algo que vivimos todos los días: ¿Quién decide sobre la vida y la muerte? ¿Una sociedad que debate qué métodos, incluso qué armas, usar y cuánto gastar en ellas? ¿O esas decisiones sobre temas tan delicados se toman a puertas cerradas, en las oficinas de quienes compran la tecnología: funcionarios, representantes de las empresas de tecnología, legisladores que aprueban presupuestos? En Robocop, la corporación Omnicorp gana. El horizonte de la ficción a veces es desesperanzador: busca en nuestros miedos para atraparnos. Pero fuera del cine, en nuestras sociedades, ¿queremos permitir que pase lo mismo? Si no nos involucramos en ese debate, aunque no sepamos exactamente todo sobre la tecnología (pero podamos preguntarlo), la respuesta va a ser la misma que en la ficción.
El escritor y periodista de tecnología canadiense Cory Doctorow dice algo que parece obvio, pero que ignoramos en el afán de resolver la seguridad con cada vez más tecnología: «La vigilancia masiva es una política con un modelo de negocios»[23]. En otras palabras: «Espiar a todos tal vez no atrapa terroristas [Doctorow habla para Estados Unidos y el Reino Unido], pero sí hace a los contratistas militares y a las empresas de telecomunicaciones ganar un montón de dinero». Doctorow señala que vivimos la paradoja de un mundo que se supone cada vez más eficiente, pero donde se toman decisiones basadas en evidencias futuras: usemos estas tecnologías porque nos permitirán resolver un problema. ¿Quién lo dice? Las empresas que venden las soluciones, con sus modelos de negocios adaptados a «lo que necesita la política». En ese camino, «se crea una gran riqueza para un pequeño número de jugadores, que tienen el dinero suficiente para hacer lobby para que se continúen tomando esas decisiones de política».
Siguiendo una idea del escritor-antropólogo de la gastronomía Michael Pollan, Doctorow dice que, hasta hace unas décadas, la comida era lo que era: fruta, carne, verduras huevo. Uno comía porque era sano, o nutritivo, o rico. Y no mucho más. Pero el marketing, que a todo llega para ofrecerle propiedades mágicas, también llegó a la comida, para hacernos comer un montón de cosas que no necesitamos, pero que están en los estantes del supermercado y la publicidad presentadas como si fueran esenciales para nuestra vida. Ahora, además de comer zanahoria, tenemos que comer una súper zanahoria con propiedades fabulosas… que viene empaquetada en un envoltorio carísimo y sale el triple. ¿La necesitábamos? ¿Nos da tantos más beneficios para ser tanto más cara? Tal vez no, pero sin ese margen que genera enormes beneficios anuales para las pocas compañías que controlan en el mercado de la alimentación, no existiría un gran negocio.
En el caso de la tecnología aplicada a la vigilancia y la seguridad, ese «marketing de la necesidad» es aún más agresivo, porque se combina con un avance real de las máquinas, el software y una capacidad creciente de almacenamiento y procesamiento de datos. Pero, señala Doctorow, no hay que olvidar que, aun cuando las tecnologías sean nuevas, la forma en que se toman las decisiones sobre su compra e implementación por parte de los estados es la misma que para otros negocios privados que se deciden en almuerzos lujosos, viajes financiados por las empresas para que los funcionarios visiten «casos de éxito», licitaciones que se ganan por contactos políticos.
El lobby, que la serie House of Cards mostró desde una mirada teatral y hollywoodense (financiado, paradójicamente, por una corporación como Netflix que de influencias sabe bastante), también existe para la tecnología aplicada a la seguridad. En Estados Unidos, basta con mirar los destinos de los ex jefes de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). Cuando se retiró de su cargo -cuatro meses después de las revelaciones de espionaje presentadas por Edward Snowden-, el general Keith Alexander fundó consultora que cobra un promedio de un millón de dólares mensuales por cliente por sus servicios. El nuevo mega centro de datos de la NSA, inaugurado en el desierto de Utah en mayo de 2014, costó 1 mil millones de dólares solo en su estructura de 9 mil metros cuadrados, paga 1 millón de dólares mensuales de electricidad, tiene 2 mil millones de dólares de hardware, 70 millones en sistemas de seguridad para empleados, y usa 6 mil litros de agua diarios en refrigeración de sus equipos que podrán almacenar 12 exabytes de datos en su inicio[24]. ¿Quiénes fueron contratados para algunos de esos gastos? Las grandes compañías que se encargan de proveer a todos los datacenters del mundo: Verizon, Cisco, Equinix, AT&T, Boeing, las grandes constructoras (Balfour Beatty Construction, DPR Construction, Big-D Construction Corp) y compañías de energía del país. Si después de los descubrimientos de Snowden alguien pensó que la NSA disminuiría su poder de recolección, se equivocó: la Agencia no hizo más que seguir invirtiendo.
El marketing de la seguridad se modifica, los gobiernos cambian, las tecnologías se modernizan, las leyes se vuelven más o menos duras contra los ciudadanos. Mientras tanto, los proveedores, las empresas que ganan dinero con la inseguridad, y sus dueños, siguen siendo los mismos, y escasos. Como en otros ámbitos del mundo de la tecnología, las decisiones y las ganancias quedan en unas pocas manos.
En la Argentina, tres empresas se reparten la instalación y el mantenimiento de los sistemas de videovigilancia en los municipios[25]. No solo venden las cámaras, sino también equipos de seguimiento satelital, dan soporte técnico y se encargan de las redes de fibra óptica necesarias para transmitir las imágenes (a veces propias, a veces subalquiladas a empresas de telecomunicaciones). Las relaciones que establecen estas compañías con los municipios son vitales, ya que son ellos los que manejan los presupuestos para tecnologías de seguridad que reciben desde los gobiernos provinciales o nacionales, pero también las que otras veces deciden destinar partidas económicas propias, para reforzar los sistemas, argumentando un «pedido de los vecinos». El poder de estas empresas es el lobby, y, como en otros negocios de la tecnología, se trata de monopolios que se reparten un territorio (en este caso, literalmente) para vender sus productos[26].
La primera es Telefónica Ingeniería de Seguridad (TIS), de la multinacional Telefónica, cuya ventaja comparativa es ser dueña de redes de telecomunicaciones y fibra óptica. Con esto, puede ofrecer «paquetes» de videovigilancia, y contar con su propia infraestructura para transmitir las imágenes y los datos. En su página ofrece los combos necesarios para la seguridad, entre ellos centros de monitoreo «llave en mano»: instala todo, lo deja funcionando y lo mantiene. No solo los ofrece a municipios[27], sino a todo tipo de lugares que requieran de circuitos de CCTV: hospitales, aeropuertos, cárceles, fábricas, galerías de arte. Telefónica tiene excelentes relaciones con el kirchnerismo, pero también las tuvo con todos los gobiernos anteriores, desde que se hizo cargo del servicio telefónico luego de la privatización de Entel en 1990. Además, tiene vínculos con empresarios de medios de comunicación como Sergio Szpolski, señalado como propietario del 6 por ciento de las acciones de la compañía, y de colaborar mediante su cercanía con el gobierno kirchnerista con la llega de la empresa a la adjudicación de licitaciones.
La segunda empresa es Ubik2, especializada en sistemas satelitales, y fundada en 2008, poco después de la asunción de Daniel Scioli como gobernador de la provincia de Buenos Aires y de que éste comenzara a invertir grandes sumas del presupuesto de seguridad en cámaras. Uno de sus gerentes, Rodrigo Campbell, fue vicepresidente de la Cámara Argentina de Empresas de Seguridad e Investigación, y tiene cercanía con el kichnerismo, varios de cuyos municipios se armaron de sistemas de videovigilancia a través de Ubik2. La empresa opera desde Ezeiza -tierra del actual ministro de Seguridad bonaerense, Alejandro Granados, uno de los primeros entusiastas de las cámaras- y desde allí provee a municipios como Ituzaingo, Florencio Varela y el Municipio de la Costa. El discurso de Campbell en los medios está estudiado con precisión: se refiere a los sistemas de vigilancia con una jerga técnica (se utiliza el neologismo «videoobservación urbana»), siempre asociada a «soluciones», que evita nombrar a las personas. «En los últimos dos años se intensificó la utilización de este producto en los ámbitos municipales, y no sólo para la seguridad, sino también para salud, obras públicas, recolección de residuos, taxis y colectivos. El interés pasó de ser municipal, por los intendentes, a los distintos gobernadores del país», dice Campbell, el director comercial de la empresa, licenciado en Transporte y Logística recibido en la Universidad de la Marina Mercante.
La tercera empresa, Global View, es la más poderosa. Su nombre es sinónimo de videovigilancia en la Argentina, de ganar licitaciones para sistemas de seguridad, y de los vínculos más estrechos con el poder nacional e internacional. Su fundador es Mario Montoto[28], un ex integrante de la Montoneros, que fue mano derecha de Mario Firmenich, uno de los líderes de la organización durante los 70. Nacido en La Plata en 1956, militante peronista desde la escuela secundaria, Montoto se dedica hace más de dos décadas al negocio de la videovigilancia, la industria bélica, y la consultoría sobre narcotráfico y amenazas transnacionales. Fundó Global View en 2008, pero había – casi en una premonición de su actividad empresaria futura- instaló la primera cámara de seguridad a principios de los años 80, en México, «en frente de una casa donde vivía con otra gente», sus compañeros de militancia política. En los 90, luego de los indultos del gobierno de Carlos Menem a militares y a su ex jefe Firmenich, Montoto dejó la militancia política y se dedicó a la actividad privada. Desde allí a la actualidad, hizo sus negocios en y con todos los gobiernos: comercializó vinos, fue empresario metalúrgico, de transporte y de ferrocarriles.
En 2003, fundó Codesur (Corporación para la Defensa del Sur), compañía que todavía preside, y que se dedica a la venta de productos y servicios para la industria bélica. «Porque queremos la paz, trabajamos para la defensa y la seguridad interior», dice el slogan de la página web de su empresa, que se encarga desde la venta de equipamento para la Fuerza Aérea, la Marina y el Ejército, pasando por la capacitación de pilotos y fuerzas de seguridad, hasta de proveer «equipamiento para la guerra electrónica» y «custodias vip». Todo «listo para usar», garantiza Montoto. Sus clientes son las Fuerzas Armadas, las policías, y todos los niveles de gobierno, que lo contratan para mantener submarinos, reparar helicópteros del Ejército o mantener aviones presidenciales. El plantel directivo de su empresa lo garantiza: entre sus integrantes hay un general de división, un brigadier y un vicealmirante, todos retirados. Quienes lo persiguieron a Montoto en los 70 (y asesinaron a su primera esposa, muerta en un operativo del Plan Condor en Perú) son hoy sus socios de negocio, y sus clientes.
Además de centralizar sus actividades en Codesur, Montoto tiene un gran manejo de dos áreas fundamentales del poder: los medios de comunicación y los funcionarios de todos los gobiernos. Desde su oficina de Puerto Madero, con cinco relojes que marcan las horas de Beijing, Washington, Buenos Aires, Tel Aviv y Madrid, Montoto admite que una de sus virtudes es llevarse bien con todos: «No me peleé con Menem, con De la Rúa ni con Duhalde. No me voy a pelear con los Kirchner», admite en una entrevista periodística[29]. También, acepta que se lleva bien con el ministro de Seguridad, Sergio Berni, con el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, y con el ministro de Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires, Guillermo Montenegro. A todos ellos, junto a dirigentes de La Cámpora, los reunió en noviembre de 2014 en un congreso sobre «seguridad hemisférica», una de las actividades que desarrolla bajo el paraguas de la Fundación Tadea, que también edita libros y realiza capacitaciones en temas de defensa y seguridad. En el ámbito de los medios, Montoto también es el responsable de la revista DEF (dedicada a temas de defensa) y del programa de televisión Def TV, al frente de los cuales está el coronel retirado Gustavo Gorriz. Global View, su empresa dedicada a la videovigilancia, también tuvo lazos con el mundo televisivo, con vínculos comerciales con el empresario de medios Daniel Hadad cuando éste era propietario de la señal de cable C5N (luego vendida al grupo de medios Indalo, vinculado al kirchnerismo).
En Global View Montoto centralizó sus negocios del rubro videovigilancia desde 2008. La empresa se adjudicó las licitaciones de sistemas de CCTV más importantes del país, para grandes localidades de la provincia de Buenos Aires como Lomas de Zamora, Tigre, Campana, Escobar, Lanús y Mar del Plata. También tiene contratos con el ministerio de Seguridad de la Nación (por ejemplo, para las cámaras de la Policía Federal en la Ciudad de Buenos Aires) y con el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, para los servicios de cámaras y mantenimiento del sistema de la Policía Metropolitana, y ganó las licitaciones en grandes centros urbanos del país, como Rosario.
En febrero de 2012, Montoto vendió Global View a la multinacional japonesa NEC, líder mundial en el rubro. La venta (cuyo mayor capital es su gran influencia en las licitaciones y las relaciones ya establecidas con quienes toman las decisiones de la compra de materiales de videovigilancia en los municipios[30]) fue valuada en 30 millones de dólares y el empresario argentino se quedó con el 15 por ciento de las acciones[31]. Al frente de la empresa, en la presidencia de NEC Argentina, está Carlos Martinangeli, un hombre cercano al ex senador y ministro kirchnerista Aníbal Fernández, no sólo políticamente sino porque ambos ocupan la comisión directiva del club de fútbol Quilmes. Pero, al contrario del club de su pasión, con destinos deportivos imprevisibles, el negocio de las cámaras le ofrece seguridad: “Latinoamérica es un mercado potencial muy grande para la videovigilancia, porque no está explotado. Queremos que Global View sea la empresa del rubro más grande del mundo”, declaró Martinangeli cuando la empresa fue comprada por NEC. Su objetivo era que Global View aportara «entre el 15 y el 20% de la facturación anual de NEC Latinoamérica, que alcanza los US$ 1.000 millones, y que la empresa crezca un 30 por ciento en los próximos años, mientras expande su presencia en América Latina y Asia». ¿Qué significan estas expectativas de negocios? Que Argentina tiene todavía un gran margen de negocios en el área de la videovigilancia. Mientras, NEC Argentina ya controla el mercado de los sistemas de identificación por huellas dactilares en dependencias del Gobierno nacional, como el Ministerio del Interior. La influencia de Montoto es tan importante que él mismo acompañó al gobernador Daniel Scioli a Jerusalén, Israel[32] para comprar los insumos del centro de monitoreo que se instaló en La Plata, la capital de la provincia.
Los lazos entre los empresarios de la seguridad dedicados a la videovigilancia, las altas esferas de la decisión política y los medios de comunicación son evidentes. Los dueños de las compañías figuran en las páginas de las empresas, pero no se esconden de las fotos en encuentros políticos o mediáticos. Los vínculos también resultan, periódicamente, en acusaciones de corrupción en las licitaciones, o en manejos poco claros de los presupuestos, que son siempre adjudicados a las mismas empresas, o que muestran irregularidades. En febrero de 2011, la ciudad de Bahía Blanca se hizo eco de un escándalo cuando Mario Montoto declaró en el canal de cable C5N haber resultado ganador de una licitación de 50 cámaras, antes de que la misma hubiera terminado[33]. En otras ciudades se repitieron las denuncias de corrupción. Sin embargo, el avance de las cámaras y los centros de monitoreo no fue por eso pausado, debatido con más detalle en los concejos deliberantes locales, o en consultas públicas con los vecinos que son, al final, quienes financian la compra de estas tecnologías.
En la decisiones sobre la videovigilancia y otras inversiones públicas de tecnología, el mercado todavía se impone por sobre la deliberación pública. En la historia, esto no es algo nuevo: las ciudades, a medida que crecieron, fueron grandes consumidoras de nuevas tecnologías. La relación fue siempre simbiótica: desde el telégrafo conectando las urbes en expansión a fines del siglo XIX, los teléfonos haciendo más eficiente la gestión de las oficinas públicas hacia 1910, hasta las ciudades de hoy que reemplazan las filas para sacar turnos de trámites por aplicaciones móviles, mientras sus ciudadanos llevan en el bolsillo un teléfono celular que es al mismo tiempo un GPS, un mapa en tiempo real, un botón para pedir taxis y un sistema de comunicación instantánea con otros vecinos. Todo lo que rodea nuestras ciudades es tecnología. Sin embargo, para algunos parece que es algo nuevo, o les conviene que así lo sea. En los últimos años se habla sin pausa de las «ciudades inteligentes» o las «smart cities» como una novedad y un hecho de progreso tan positivo como incuestionable.
Sin embargo, las «smart cities» son muchas cosas a la vez, pero sobre todo, un nuevo argumento para que las grandes empresas de tecnología vendan sus productos. IBM, Siemens, General Electric y Cisco, entre otras, saben de qué se tratan, porque ya vendieron, cien años atrás, telégrafos, teléfonos, luz eléctrica y caños de internet. Son ellas mismas las que hoy venden software, celulares conectados a 4G o wifi, aplicaciones para gobiernos, sistemas de vigilancia y biometría. El investigador de la Universidad de Nueva York Anthony Townsend señala que, paradójicamente, incluso estas mismas empresas que contribuyeron a producir las consecuencias más graves del avance de las ciudades en el siglo XX (congestión, calentamiento global, déficit de salud) son las mismas que proponen las soluciones para remediar estos problemas en el siglo XXI. ¿Cómo? A través de sensores, programas, redes y controles automatizados de todos nuestros movimientos y datos, para medirlos, hacer cálculos, determinar qué necesitamos y hacer más «eficiente» las respuestas de los gobiernos ante esos problemas. «Donde había gasto, habrá eficiencia. Donde había riesgo, habrá predicciones y advertencias antes de tiempo. Donde había crimen e inseguridad, habrá ojos que todo lo ven. Donde antes había filas, tendremos servicios de gobierno abiertos»[34]. Es cierto: para algunos problemas, la tecnología podrá ser una solución. Nadie se negaría a perder menos tiempo en un trámite que puede hacerse completamente online, o a ignorar la información de mapas de tránsito «inteligentes» para ordenar la circulación de vehículos en horas pico, o a proveer de dispositivos de alerta a mujeres en riesgo de violencia de género. Sin embargo, para muchas de estas y otras soluciones, siempre hay un precio que pagar: esos datos los maneja alguien. Puede ser un gobierno, con reglas claras (o no tan claras) de manipulación de información y cuidado de la privacidad. Pero también lo administran las empresas, que no son otras que las que administran otras partes de nuestra información personal.
El escenario es complejo. Ni las empresas actúan todas perjuicio de la gente, ni los gobiernos solo hacen negocios espurios, ni todo tiene consecuencias negativas. También, la digitalización de la vida en la ciudad ha permitido avances positivos, en especial en la apertura de la información pública a los ciudadanos, que pueden involucrarse en producir softwares de código abierto para controlar presupuestos más democráticamente o para controlar algunos actos de gobierno. Sin embargo, los grandes presupuestos se siguen manejando como en otras áreas: empresarios que hacen lobby, políticos que necesitan «mostrar gestión». Si eso implica llenar las calles de cámaras, es bienvenido. Si además esas imágenes luego llegan a los medios, y muestran más acción, es aún mejor.
En una noche desesperada de su vida, Lou Bloom descubre que en su ciudad, Los Ángeles, existen camarógrafos aficionados que filman accidentes de autos, persecuciones, robos y tiroteos, y las venden a los canales de cable locales. Acorralado por ganar dinero, con carisma y cierta facilidad para los negocios sucios, consigue una cámara, intercepta la frecuencia de la policía y persigue a los patrulleros hasta las escenas del crimen. Ofrece las imágenes a la productora de un noticiero local cuyo rating está en descenso, y ella, también acorralada por mejorar los números de su audiencia, comienza a comprarle las imágenes. Semana a semana, Lou descubre que cuanto más violentos y explícitos sean los materiales, y cuanto más rápidas las persecuciones, sus pagos aumentan. Su codicia lo lleva entonces a llegar a los hechos antes que la policía. Pronto, también, el camarógrafo-cazador descubre que si las noticias no existen puede inventarlas, o al menos modificar un poco la realidad para que sucedan. En definitiva, lo que necesita cada noche el noticiero son imágenes impactantes, robos, tragedias. Si son ciertas o no, es un tema secundario.
La historia pertenece a «Nightcrawler», una película de 2014 que ni siquiera se estrenó en Argentina, pero plantea una situación muy actual de los medios y su necesidad permanente de «conseguir cámaras». Así las piden los productores a los encargados de prensa de las ciudades que todo lo filman: «¿Tenés una cámara?». Los encargados de prensa de los municipios -llamados en la jerga «prenseros»-, las envían. Para ellos es una forma de «mostrar gestión»: de que su localidad no solo está persiguiendo delincuentes, sino que además tiene la evidencia de que lo hace. Para los noticieros argentinos, las imágenes son un flujo constante y gratuito de minutos de programación para sus horas al aire, en especial, de los noticieros principales de las siete de la tarde, que tienen predilección por abrir sus emisiones con noticias de seguridad . Para los canales de cable, el material de las cámaras permite no sólo repetir los hechos delictivos varias veces al día, sino que algunos también cuentan con programas enteros realizados íntegramente con esas imágenes. Sin editar, una tras otra, las historias incluyen desde una moto que se salva de un accidente mortal en un cruce en una avenida, hasta una persecución de dos ladrones robando un estéreo, hasta un carterista haciéndose de billeteras de señoras desprevenidas en una estación de subte.
La relación simbiótica de las cámaras de seguridad con los medios de comunicación es tan grande que algunos de los materiales que ellas obtienen llegan incluso a usarse o cederse para publicidades. Eso ocurrió en el caso del «Héroe de Tigre», un hombre que corrió sobre las vías del tren segundos antes de que la formación pasara para correr un camión que había quedado parado sobre ellas y si no hubiera sido aplastado. El vehículo y el hombre resultaron ilesos y el tren pasó sin matar a nadie. Meses después, la imagen se convirtió en parte de «Camaritas», una publicidad creada para Coca-Cola por la filial Argentina de Young & Rubicam y fue el primer aviso nacional en llegar a la tanda comercial del Superbowl de Estados Unidos, donde lo vieron 100 millones de personas en simultáneo[35]. Para crearlo, la agencia instaló cámaras «ocultas» en distintos países del mundo durante 5 meses, para captar imágenes que demostraban que la gente realiza acciones de bondad y valentía aun cuando nadie la mira. Así, se mostraban «ladrones de besos» (un chico que besaba a una chica en una plaza), «traficantes de papas fritas» (una persona que compraba un paquete para dárselo a un sin techo en la puerta de un kiosco), y «carteristas honestos» (una persona que le alcanza la billetera a otra que la pierde en la calle), entre otros. En ese video, el «Héroe de Tigre» aparece como uno de los valientes, y el municipio de Tigre -que cedió esa imagen luego de consultar con el hombre- figura con su marca en el comercial que recorrió el mundo. Cuando se estrenó el video, en las redes sociales los comentarios fueron en su mayoría positivos: todos expresaron su agrado ante el chico que le «robaba» un beso a una chica, mientras era captado (sin saberlo) por una cámara, demostrando que los «delitos» también podían ser de amor. Y su recorrido internacional también fue exitoso: «Camaritas» fue elegido como el mejor video por los televidentes del Superbowl 2012.
Con su presencia en las noticias y hasta en la publicidad, las imágenes de las cámaras de seguridad van legitimando su aparición en los medios. Son recibidas como una forma de «combatir la inseguridad» en forma de ojos que eliminan a los delincuentes con su sola presencia. Pero también como una forma de vigilantenimiento (una mezcla de vigilancia con entretenimiento), que es utilizada por la publicidad con un marketing positivo de las emociones, como sucede con el aviso de Coca-Cola. Aceptamos las cámaras, por una razón u otra, y de esa forma les vamos permitiendo interactuar con nuestros cuerpos, camufladas en el espacio público. También, los ojos electrónicos privados, dispuestos sobre nosotros en edificios, negocios y empresas, a quienes no les cuestionamos su presencia ni que nos saquen una foto para el ingreso a una oficina[36] (a no ser que tengamos el tiempo y la paciencia de discutir con empleados y recepcionistas). Hay, incluso, cámaras que nos registran sin permiso y que además celebramos, como las de los camiones de Google Street View que filman nuestras ciudades (y a nosotros) para convertirse en parte de una aplicación de la empresa.
Mientras la vigilancia se extiende y convivimos con ella, aparecen nuevas preguntas, conflictos y dilemas.
Las preguntas, como en otros casos de la relación de la tecnología con la sociedad, tienen respuestas ocultas o que están siendo todavía debatidas. Entre ellas: ¿Dónde están ubicadas las cámaras? ¿Pueden estar camufladas, ocultas, o tenemos derecho a conocer los lugares desde donde nos registran? ¿Cuánto tiempo se pueden guardar las imágenes y para qué fines se pueden utilizar? ¿Los medios pueden tener acceso a ellas? Responderlas implica desentrañar una serie de nuevos conflictos, para los cuales hay algunas soluciones, pero otros están en plena lucha de las guerras entre la tecnología y la sociedad.
Los dilemas retoman el difícil equilibrio entre el derecho a la seguridad y el derecho a la privacidad: ¿Qué derechos dejamos de lado con tal de garantizar la seguridad? ¿A quién le cedemos el control de las imágenes, en definitiva, un poder sobre nuestros cuerpos? ¿Qué es público y qué es privado? ¿Hay una forma buena y una forma mala de ser vigilados? ¿La privacidad -o lo que conocíamos como ella- está condenada a desaparecer? ¿Podemos reclamarla, o debemos aceptar su final?
Con las cámaras instaladas a nuestro alrededor, surgen nuevos conflictos relacionados con la ubicación de las cámaras, la propiedad de las imágenes y el uso que se hace de ellas, por ejemplo, por parte de los medios de comunicación.
En la Ciudad de Buenos Aires, la ley 2602 de 2007 regula el funcionamiento de las cámaras en el distrito[37]. Un primer punto importante que legisla es que el objeto de la captación de las imágenes tiene que ser la búsqueda de seguridad en el espacio público, y que el uso de las mismas no puede ser utilizado para otras finalidades. Esto es importante porque impide expresamente que los registros sean difundidos en los medios de comunicación. El segundo aspecto vital que determina es que se debe conocer la ubicación de las cámaras: es obligación de las autoridades señalizarlas, para que los vecinos sepan que están siendo vigilados. Junto con esta norma, el uso de las cámaras también debe respetar ley 1845 (de 2005), de Protección de Datos Personales, que resguarda las imágenes como un dato de carácter personal que debe ser tratado sin violentar el derecho a la privacidad. Esto significa que, aun en el espacio público, las personas tenemos un derecho y una expectativa de privacidad y anonimato, garantizado por diversas normas nacionales e internacionales de derechos humanos[38]. Como en otros casos de derechos vinculados con la vigilancia y la privacidad en las comunicaciones, los principios de razonabilidad y proporcionalidad[39] son los ejes para discernir si la medida que se adopta (en este caso la colocación de CCTV) logra la finalidad buscada sin perjudicar más que beneficiar otros derechos en juego[40]. Si bien el Estado (del país o de la ciudad) es el dueño del monopolio de la fuerza, la aplicación de ese principio básico del contrato social tiene que ir acompañada garantizando derechos fundamentales y libertades públicas de los ciudadanos, aun cuando no solo como derecho en sí, sino porque es la base de otros derechos: el de expresión, el de protesta, el de identidad. Como dice Katarzyna Szymielewicz, especialista en privacidad de la Fundación Panopticon de Polonia[41]: «La idea del contrato del Estado es que tenemos un acuerdo entre personas libres. No es una unión de cuerpos, sino de sujetos. Avanzar sobre los ciudadanos para identificarnos a partir de sus cuerpos es un riesgo, porque de allí no se puede escapar ni volver. Debemos conservar el derecho a cambiar nuestra identidad, como hicieron algunos judíos después de la Segunda Guerra Mundial». Y explica: «La identificación personal, o biométrica, me impide ˈengañar al Estadoˈ, y yo como ciudadano tengo que ser capaz de volver a atrás en mi acuerdo con el Estado. En la historia del mundo, la identificación de los cuerpos sucedió con esclavos, presos, grupos castigados o marginados. Volver a eso significa suponer que todos los ciudadanos libres son sospechosos. Pero una buena relación con el Estado implica que éste no nos suponga sospechosos ni nos controle ˈpor las dudasˈ».
En la Ciudad de Buenos Aires, las imágenes se guardan 60 días. Se almacenan en el centro de datos de la Policía Metropolitana en Barracas, con el fin de responder a los pedidos judiciales que las requieran como prueba. En el país y en el mundo, los tiempos de guardado varían entre dos semanas y dos meses, tiempo suficiente para colaborar con la justicia. Internacionalmente, el consenso es que no es razonable retener la información por más tiempo, ya que cualquier causa legal se desarrolla en esos tiempo. Archivar más tiempo las imágenes violaría los derechos de las personas porque implicaría, por ejemplo, realizar una acumulación de datos sobre una persona o una persecución.
El tiempo de guardado de las imágenes, sin embargo, no es el aspecto que genera más conflictos de derechos. Sí suele haber problemas con la identificación públicas de las cámaras y con la cesión de las imágenes a los medios. En la Ciudad de Buenos Aires, la Defensoría del Pueblo, a través de su Dirección de Protección de Datos Personales, se ha encargado de tomar cartas en el asunto en algunos de estos temas. En 2013, el sociólogo Andrés Pérez Esquivel llevó a ese organismo un pedido para que el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Ciudad entregara un listado de ubicación de las cámaras. La respuesta del Ministerio fue que esa información era «confidencial», y a los pocos días incluso dieron de baja la información de la locación de las cámaras de su página web. La Defensoría había recibido una negativa similar, que se sumaba a la respuesta del ministro de Seguridad Montenegro en una audiencia en la Legislatura, donde alegaba que revelar el lugar de las cámaras favorecía a los delincuentes a cometer delitos. Pero esto contradecía la propia letra de la ley, que establece que las cámaras son preventivas, y por lo tanto, si los vecinos conocen donde están las cámaras les permitiría -como señaló Pérez Esquivel- «si están siendo víctimas de un robo, disuadir la intención del atacante indicándole que está siendo filmado o incluso acercarse a la cámara más cercana y llamar al 103 ante cualquier peligro, en caso de no contar con presencia policial». Además, aclaró el sociólogo: «el delito organizado siempre realiza un relevamiento visual previo de ubicación de cámaras en el territorio donde tiene pensado actuar», por lo que a los únicos que perjudicaba el secretismo era a los habitantes de la Ciudad. Finalmente, el Ministerio hizo pública la ubicación exacta de las cámaras, y las publicó en sus sitios web oficiales[42].
La paradoja de las autoridades que se niegan a publicar dónde están las cámaras a los ciudadanos es que, al mismo tiempo, las entregan permanentemente a los canales de televisión. Eso sucedió en 2011, cuando, según relata Pérez Esquivel, «el ministro de Seguridad porteño creó el programa Pronto Baires, con el objetivo de ˈresponder de manera rápida y eficiente a la demanda de información por parte de los medios de prensaˈ, y sancionó la Resolución Nº 314/11 para crear convenios con canales de televisión». Luego, el funcionario negó públicamente haber firmado ese documento, pero también ya se había conocido que para dar servicios a Pronto Baires había contratado a la consultora AR y Asociados, que tenía vinculaciones comerciales con Global View, la empresa de Mario Montoto que había instalado las cámaras de seguridad[43]. Además, uno de los directores de Global View, también había sido gerente de Canal 9 y C5N, quienes accedían y mostraban en sus pantallas las imágenes de las cámaras de seguridad. El entramado entre las empresas que proveen las cámaras y el de los medios de comunicación encontraba en el gobierno local un «intermediario». Los negocios de todos salían favorecidos. En el medio, los movimientos de los vecinos, que habían sido tomados para prevenir delitos, quedaban en manos de empresas y medios que firmaban contratos para hacer negocios con las imágenes.
El círculo es el mismo que se produce en Tigre y en otros municipios de la Argentina: los funcionarios declaran que las cámaras se instalan para prevenir el delito, pero -aunque eso pueda o no suceder- luego también las usan para sus propias campañas de marketing en los medios o como recursos de campañas electorales. Pérez Esquivel señala que en ese espiral radica un peligro llamado «La paradoja del in fraganti», descrito por su colega brasilero Bruno Cardoso de la Universidad de Río de Janeiro: «cuando se promocionan los videos exitosos se reproduce la necesidad política y operativa de producir más videos, para lo cual se necesita que haya más delitos que ocurran frente a las cámaras, al mismo tiempo que se los intenta disminuir». Esta es una de las razones que alientan mantener en secreto las cámaras: si no se transparenta dónde están, puede mantenerse ese misterio del delito, que solo las cámaras pueden ver, pero nadie más controlar. Es, en definitiva, dejar el poder de la vigilancia en las manos del poder del Estado y los privados, pero no de los ciudadanos. Por otro lado, al quedar en esas manos las imágenes, y cederlas diariamente a los medios, se retroalimenta la lógica de repetir los delitos televisados aun cuando son contravenciones comunes, o que ni siquiera llegaron a suceder. «Detienen a un ladrón a punto de asaltar un comercio», o títulos similares, siguen esta lógica: muestran algo que no sucedió como un hecho consumado, con lo que multiplican la «sensación de inseguridad» en vez de ayudar a vivir más seguros.
Los otros conflictos que se generan con la cantidad de imágenes registradas por las cámaras son los problemas de privacidad de las imágenes, y la intromisión en la intimidad de las personas, básandose en el principio de que las mismas corresponden a datos personales, y por lo tanto sus dueños son ellos. La Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires actuó en varios casos vinculados, resolviendo que «la colocación de las cámaras debe realizarse en lugares donde la privacidad de las personas no se vea vulnerada». Resolvió entonces que una empresa debía modificar la colocación de cámaras en el ámbito de trabajo para resguardar la imagen de sus trabajadores, e intervino en un caso para que la Policía Metropolitana cambiara de lugar una cámara que se había instalado apuntando hacia el interior del baño de un vecino. También, actuó en un pedido para que Google informara dónde se guardaban las imágenes de las cámaras que filmaron durante varios meses la Ciudad de Buenos Aires para compilarla cuadra por cuadra en la aplicación Street View. La empresa respondió que el vehículo con la cámara estaba aprobado para realizar esa acción, pero no aclaró dónde guardaba las imágenes y por cuánto tiempo, aunque luego se supo que está almacenada en Bélgica.
En de Google Street View fue uno de los pocos casos en donde hubo, en la Argentina, un mínimo debate acerca de la privacidad en el ámbito público, aunque en ese caso no relacionada con la seguridad. En octubre de 2013 se lanzó localmente esta aplicación[44] basada en Google Maps, que permite recorrer distintos lugares del mundo con imágenes detalladas, en forma de película, y para la cual se filmaron las calles de Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Mar del Plata (y su gente) con un camión pintado con los colores de la compañía y una cámara panorámica sobre el techo[45]. La aplicación es –efectivamente- divertida, por momentos adictiva, y especial para perder el tiempo en internet, el vicio universal de la época. Es lógico emocionarse encontrando la escuela de nuestra infancia, viajar por paisajes a los que nunca podríamos ir, o reírse de graffittis ingeniosos o pasacalles de amores desencontrados. Como muestra de su éxito, en la página de Facebook “Street View Argento” se colmó de imágenes capturadas por personas que enviaban sus descubrimientos de Street View con imágenes que iban desde simpáticos enanos de jardín y nombres de negocios graciosos hasta otras no tan alegres como redadas de la policía atrapando delincuentes o mujeres en situación de explotación sexual en una esquina de Buenos Aires. Puesta la herramienta en nuestras manos (la posibilidad de mirar y copiar las imágenes tomadas con las cámaras de otros), la respuesta es celebrar que nos miren, al punto de compartirlo con otros, sin pensar que esa persona de quienes nos reímos o distribuimos su intimidad mañana podemos ser nosotros.
El uso de las cámaras puede ser, como en ese caso, realizado para un entretenimiento o información de una empresa privada. Puede, incluso, ser útil como herramienta. También, puede ser usado para la seguridad pública. Con más o menos efectividad para este objetivo -aunque por ahora sin alterar demasiado las estadísticas de delito-, también puede estar justificado para la prevención. No se trata de evitar el avance de las cámaras en todos los casos, ubicándose desde una posición individualista o anarquista. Tampoco de impedir la intervención del Estado con herramientas tecnológicas de seguridad. De lo que se trata es de que estas actividades se realicen con controles, y respetando otros derechos. En definitiva, se trata de que el de la seguridad (en el caso de las cámaras de los municipios) o el del lucro privado (por ejemplo con las cámaras de Street View, o con el uso de las cámaras públicas para llenar minutos de canales de televisión privados) no pase por encima otros derechos como la privacidad o la intimidad. El Estado sí tiene que intervenir, también, en preservar estos derechos cuando otros los violen. Pero también nosotros tenemos que saber que los tenemos para reclamarlos.
En 2013, un hombre de Seattle, Estados Unidos apodado «Surveillance Cameraman»[46](Camarógrafo Vigilancia) salió a recorrer la ciudad con su luz de grabación encendida. Sin esconder su cámara, registraba a un hombre tomando un café en la vereda de Starbucks, a un vigilador privado de un negocio, a un profesor dando clases en un aula, se metía en la cocina de un restaurant a filmar, en el detrás de escena de un concierto, o simplemente se quedaba grabando a personas caminando por la calle. Su experimento era hacer pública la videovigilancia con la que convivimos todos los días. La diferencia es que en vez de camuflar su cámara él la dejaba a la vista de todos.
Las reacciones, registradas también en video, eran de sorpresa e incretidumbre:
― ¿Por qué me estás filmando?
― ¿Por qué no?
O, directamente, de violencia:
― ¿Me estás filmando, esa cámara está prendida?
― Sí.
― ¡Apaga esa cámara ya mismo! ¿Quién te dio derecho? ¡Andate a la mierda con eso, no podés filmarme sin mi permiso!
La gente, frente a la exposición física de su intimidad, reaccionaba con ira, se tiraba encima del hombre y se violentaba. Lo que no consideraban era que, en ese mismo momento, también estaban siendo filmados por otras cámaras: las del circuito cerrado de la cafetería, las de las esquinas de sus barrios, las colocadas por sus jefes en las oficinas, escuelas, negocios, y las otras miles que se esconden camufladas sin siquiera avisarnos que están ahí. Al mismo tiempo, esas mismas personas celebraban a un cliente que entraba al negocio con un par de anteojos de Google, que registran con una cámara las escenas alrededor de quien los usa. O se alegraban al verse en una imagen de Street View y la compartían con sus amigos.
La pregunta, ya sin pensar en la vigilancia del Estado, de los privados, o entre nosotros mismos al tomarle un video o una foto a cualquiera que está en la calle y subirla a Instagram o a nuestras redes sociales sin consultarle si está de acuerdo, es: ¿hay una vigilancia mala y una vigilancia buena? Si la filmación de nuestras vidas avanza inexorablemente, ¿cómo pensar el límite entre lo público y lo privado en el futuro?
Si otros interrogantes pueden ser respondidos con estadísticas de delitos, con índices de inseguridad, o con leyes que nos protegen, existe un espacio gris que nos corresponde pensar a cada uno.
En 1998, a los 18 años, me mudé de La Plata a Buenos Aires. Lo que más disfruté en los primeros años fue la sensación del anonimato, me deleitaba ese parecido a estar de viaje, que viene con liberarse de miradas ajenas. Dieciséis años después, consciente de las cámaras que me miran cuando salgo a la calle, me pregunto dónde quedó ese placer de no ser nadie. La pregunta es privada, casi filosófica, de ésas que surgen en esta época de cambio tecnológicos que afectan nuestras vidas privadas. Es una pregunta que nos tendremos que responder, tal vez, en la intimidad. Sin embargo, esa es una parte de la respuesta. Hay otra parte que tiene que ver con las consecuencias públicas del fin de la privacidad, que es: qué lugar queda para lo no previsto, para la libertad de acción, incluso para los actos de rebeldía (los privados y los públicos).
En su libro “Nudge: Improving Decisionsa bouthealth, wealth, and hapiness”, el economista Richard Thaler y el profesor de derecho Cass Sunstein describen un proceso llamado “arquitectura de las opciones”. En palabras sencillas, señalan que la estructura y el orden de las opciones que nos ofrecen influye enormemente en las decisiones que tomamos. Un ejemplo conocido es que los espacios de trabajo pueden pensarse para fomentar o reducir la creatividad. En otras palabras: no existen los diseños neutrales. Esto mismo pasa con las tecnologías y la vigilancia: ¿estamos pensando distinto a partir de ellas? ¿Nos estamos perdiendo de nuevas ideas al entrar en sus diseños? Es también esta idea, tal vez demasiado “filosófica” para nuestra vidas tan apuradas, otra a la cual debamos prestarle atención. Para ello, tal vez debamos quitarnos dos prejuicios. El primero es la idea que la tecnología siempre será eficiente o la única solución posible para protegernos del miedo asociado a la inseguridad, el terrorismo o los delitos. El segundo es la idea anarquista de que no necesitamos ser protegidos en absoluto, de que no necesitamos al Estado para nada, porque todo lo tenemos que regular los individuos y nuestra libertad. Ese concepto nos puede dejar en manos de otro poder, el mercado, que aparece cuando el Estado deja de lado sus funciones esenciales, entre ellas la seguridad ciudadana (que por supuesto no se garantiza solo con cámaras, sino con igualdad social).
Oscurecía cuando, en el verano de 2015, salí del Centro de Operaciones de Tigre repleto de pantallas con escenas de cámaras de seguridad. En el camino, era difícil no estar pendiente de los cientos de ojos que sabía que me estaban registrando hasta llegar a la estación del tren que me llevaría de vuelta a la Retiro, en la Ciudad de Buenos Aires, donde otras cientos de cámaras me iban a custodiar hasta llegar a mi casa. Ya no había ingenuidad las veía a mi paso en las esquinas, sobre los postes de la ruta, doblando la avenida circunvalación, en el puente donde miles de turistas cruzaban hacia las islas del Delta el fin de semana.
Cuando llegué a la estación, ya era de noche. Dos policías custodiaban, de cada lado de las boleterías, a la gente que pasaba su tarjeta Sube por el molinete para ingresar al andén. Después de franquear mi vuelta hacia el lugar de espera de los trenes, con poca gente, en un día de semana, miré hacia arriba. Tres cámaras nos miraban: a mí, a los policías, a todos los que compartíamos la llegada del primer convoy para partir. De repente volví a mirar y me encontré pensando si esos ojos en forma de esfera no me estaban dando, en ese momento, sin pensar en mis prejuicios, algo de seguridad. Intenté evitarlo: no quiero que a mí también me pase, no quiero pensar que la tecnología me protege a cambio de mirar cada cosa que hago mientras espero el tren, o de observar los chistes, los empujones o los besos de esos chicos que están esperando aquí conmigo. Por un instante, el pensamiento me ganó.
Sin embargo, ya en el tren, pensé en las otras veces que lo había tomado, años atrás, en esa misma estación, y no me había pasado nada. Recordé, también, en las veces que, en ese mismo tren, me besé con un novio volviendo de un fin de semana en el Delta, y cómo me sentiría de saberlo hoy. Repasé a las otras personas cuyas imágenes vigiladas llegan a los medios: jóvenes, marginados, con el prejuicio de que juventud y marginalidad significan mantenerlos bajo la raya de una cámara para que no cometan otros actos contra la sociedad.
Finalmente, pensé en mi infancia, todavía durante la dictadura, en La Plata. Mis padres, y otros padres, todavía vigilados al salir de sus casas por las fuerzas de seguridad. Los viajes a la plaza, en el cochecito de bebé, con esos hombres (todavía no máquinas de vigilancia) que nos seguían asegurarse de que efectivamente estuviéramos paseando al sol y no encontrándonos para conspirar contra el régimen. Me acordé, entonces, de mi charla con Claudio Ruiz, el abogado y activista chileno de Derechos Digitales, nacido, como yo, a fines de los 70:
― Hace unos meses, tuve que hablar en un encuentro sobre vigilancia en el Parlamento inglés. Y allí, en un país híper vigilado, dije que me resultaba extraño que en América Latina no nos preocupe más la vigilancia. Porque nosotros nacimos en una sociedad vigilada. No tecnológica, pero yo recuerdo patente que en mi infancia, con mi padre dirigente sindical y militante, llamaban todos los días al teléfono de mi casa. La orden es que yo, un niño, tenía que atender y negar que él estuviera allí.
― Es decir, conocimos de niños la idea de vigilancia, aunque no supiéramos bien de qué se trataba.
― Claro, a los 7 años, es una instrucción: atiende el teléfono y no permitas que sepan dónde estamos. Pero ahora, 30 años después, ¿qué cambió para que lo aceptemos sin cuestionar de dónde viene la orden?
[1] Ángel Pacheco (1793-1869) fue un militar argentino, educado como oficial por José de San Martín y uno de los principales comandantes de las tropas de la Confederación Argentina durante los gobiernos de Juan Manuel de Rosas.
[2] Tigre, su Delta y sus islas son uno de los destinos turísticos más populares de la provincia de Buenos Aires.
[3] Al cierre de este libro, en febrero de 2015, Sergio Massa (Frente Renovador) era el tercer candidato en la lista de precandidatos presidenciales con mayor intención de voto, detrás de Mauricio Macri (PRO) y Daniel Scioli (Frente para la Victoria).
[4] Javier Faroni es uno de los productores teatrales más exitosos del país y candidato a intendente de la ciudad de Mar del Plata por el Frente Renovador.
[5] Nacido en 1972 en el partido de San Martín, educado en un colegio católico, con una primera militancia en partido liberal conservador Ucedé, fue electo diputado por la provincia de Buenos Aires en 2005 y designado director ejecutivo de la Anses entre 2002 y 2007. Ese mismo año, fue electo por primera vez como intendente de Tigre, tras derrotar al vecinalismo local, debilitado luego de la muerte de su histórico líder, Ricardo Ubieto, el intendente que había gobernado el partido cuatro mandatos consecutivos desde 1987. Entre 2008 y 2009, convocado por el kirchnerismo, asumió como Jefe de Gabinete de la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. En 2009 reasumió la intendencia de Tigre, cargo para que fue reelegido en 2011. En 2013, tras ser elegido nuevamente diputado, asumió el cargo Julio Zamora, integrante de su partido, el Frente Renovador.
[6] Datos obtenidos del censo 2010, el sitio periodístico Chequeado.com, y los libros «Massa, el salto del Tigre», de Pablo de León (Buenos Aires, Aguilar, 2013), y «Massa x Massa», de Juan Cruz Sanz (Buenos Aires, Sudamericana, 2013).
[7] Son las de forma redonda, como un ojo colgado del techo. La mayoría de las que se usan en la Argentina son de marca Bosch y las provee la empresa Global View.
[8] El término fue acuñado por el analista político y periodista Martín Rodríguez en la nota «Tercer tiempo» de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur, Nro 155, de mayo de 2012.
[9] El concepto está desarrollado en El acoso de las fantasías, de Editorial Akal, y está analizado en sus consecuencias políticas por el periodista y politólogo José Natanson en la nota «Chocolate laxante», publicada en Página 12 el 1 de febrero de 2015.
[10] Hay otros tres centros de monitoreo, más pequeños, en las comunas 4 (Barracas, La Boca, Nueva Pompeya y Parque Patricios), 15 (Agronomía, Chacarita, La Paternal, Parque Chas, Villa Crespo y Villa Ortúzar ) y 12 (Coghlan, Saavedra, Villa Urquiza y Villa Pueyrredón).
[11] Entre los de la Justicia local, la de la provincia y la contravencional, durante 2014 el Centro de Monitoreo recibió 28.000 pedidos de imágenes de cámaras para acompañar causas judiciales. El número se incrementó a medida que creció el número de cámaras en la Ciudad: en 2010 se pidieron 400, en 2011 5.700, en 2012 14.000 y en 2013 22.000.
[12] «Porteños bajo el foco de las cámaras de vigilancia: cómo funciona el sistema de monitoreo», por Félix Ramallo, Infotechnoogy, 29 de agosto de 2013, http://bit.ly/1KBF3ji
[13] Se utilizó, por ejemplo, en el desalojo de 700 familias la villa Papa Francisco, en Villa Lugano, en agosto de 2014, un operativo encabezado por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que culminó con incidentes y siete heridos.
[14] «El desaparejo uso de las cámaras de monitoreo», por Guillermo Gammacurta, Ámbito Financiero, 11 de septiembre de 2013, http://bit.ly/1KuwyZm
[15] «Hay que poner camaritas por todos lados», Mdz Online, 3 de diciembre de 2012, http://bit.ly/1AbTO9S
[16] La familia de Henry se había refugiado en la Argentina en Nordelta, una ciudad-country ubicada en Tigre, donde, en contraposición a lo que sucede en el resto del municipio, no hay cámaras de seguridad, y se la señala como uno de los lugares que eligen algunos de los narcos más buscados del mundo. Paradójicamente, la celda del penal de máxima seguridad de Ezeiza donde está preso desde febrero de 2013, es un espacio de tres metros por ocho, sin luz natural y con siete cámaras de vigilancia que lo controlan las 24 horas.
[17] » Smart camera technology ‘predict’ violent crime», BBC News, 12 de febrero de 2015, http://bbc.in/1ywE7Gm
[18] http://safecities.economist.com/
[19] Entre las «soluciones para empresas y gobiernos» que vende la compañía tecnológica se destaca una rama importante de su negocio dedicada al «Control de ciudadanos e inmigrantes»: escáneres de huellas digitales y de ADN portables, sistemas de reconocimiento facial, terminales de control biométrico (para organismos de gobierno, aeropuertos, empresas), sistemas biométricos para fronteras y aeropuertos, cámaras de vigilancia, y una serie de softwares altamente sofisticados para el análisis de datos de cámaras (destinados a detectar y alertar movimientos sospechosos en espacios públicos y privados).
[20] «Según Berni, ˈBuenos Aires es una de las ciudades más seguras de Sudamérica»», La Nación, 21 de julio de 2012.
[21] Según datos de la Procuración General de la Corte de la provincia de Buenos Aires, de 2013.
[22] De 2014, del brasilero José Padilha, el mismo director de «Tropa de Elite».
[23] » No, ministers – more surveillance will not make us safer», The Guardian, 3 de febrero de 2015, http://bit.ly/1M4sPDv
[24] Un solo exabyte equivale 1018 bytes, es decir, a 20 veces todos los libros escritos en la historia de la Humanidad hasta 2013 inclusive. En cinco exabytes entran, según un estudio de la Universidad de Berkley, a todas las palabras alguna vez habladas por los seres humanos. Es decir, que solamente con su capacidad inicial, en centro de datos de la NSA en Utah, podría recabar dos veces todas esas palabras.
[25] Motorola, Conectia Wireless y Unitech son otros de los jugadores importantes del mercado de la videovigilancia.
[26] Ver «El negocio millonario de la inseguridad, revista La Tecla, http://bit.ly/1FQ2i8u. «Videovigilancia: ¿quién se beneficia con el negocio?», por Javier Sinay, Crimen y Razon, 27 de marzo de 2014, http://bit.ly/1FQ2u7K. «Radiografía del negocio de las cámaras de seguridad en el conurbano bonaerense», Mdz Online, 26 de abril de 2010, http://bit.ly/19lxOAI
[27] Algunos de sus clientes son Avellaneda, Ensenada, Berazategui, Florencio Varela, Almirante Brown, Merlo y Tres de Febrero.
[28] «Montoto, el hombre de las dos revoluciones», por Jorge Urien Berri, La Nación, 14 de mayo de 2006, http://bit.ly/1MoMb6p.
[29] «El exmontonero Mario Montoto pide no demonizar a La Cámpora», por Federico Mayo y Rodis Recalt, revista Noticias, 12 de noviembre de 2014, http://bit.ly/1JjfzvY.
[30] En las licitaciones para la compra de cámaras, contar con experiencia previa en la provisión de sistemas de CCTV al Estado es un ítem de peso a la hora de volver a ser adjudicada una empresa. Global View, por lo tanto, corre con una ventaja sustancial en este aspecto.
[31] «NEC compra la empresa de seguridad de Mario Montoto», IECO, Clarín, 9 de febrero de 2012, http://clar.in/1DwGKOy
[32] Montoto ocupa, además, desde 2007, la Vicepresidencia 1ª de la Cámara de Comercio Argentino-Israelí.
[33] «Montoto dijo que ganó una licitación de cámaras que todavía no se definió», La Política Online, 24 de febrero de 2011, http://bit.ly/1vxKdG8
[34] Smart Cities. Big data, civic hackers, and the new quest for utopia, Anthony Townsend, W.W. Norton & Company, New York, 2014.
[35] El aviso, dirigido por el creativo argentino Martín Mercado, también ganó un León de Oro (uno de los premios más importantes de la industria de la publicidad) en Cannes 2012.
[36] Otras formas de vigilancia sobre los cuerpos -de las que no nos ocuparemos en este libro por razones de espacio- son los sistemas biométricos aplicados por el Estado nacional en Argentina. Entre ellos, los más importantes son el sistema SIBIOS y las distintas versiones del DNI. El Sistema Federal de Identificación Biométrica para la Seguridad (SIBIOS) fue creado por decreto del Poder Ejecutivo Nacional en 2011 con el objeto de «prestar un servicio centralizado de información» de patrones y registros biológicos de los ciudadanos, para identificarlos en la «investigación científica de delitos y el apoyo a la función preventiva de seguridad”. Es una base de datos centralizada que almacena, en un único lugar, todos los datos necesarios para identificar a una persona: nombre y apellido, estado civil, grupo sanguíneo, fotografía, huella dactilar y demás recursos relacionados para el reconocimiento digital y automático de cualquier ciudadano argentino. Responde al Ministerio de Seguridad de la Nación y tiene como usuarios primarios a la Policía Federal Argentina, la Gendarmería Nacional, la Prefectura Naval Argentina, el Registro Nacional de las Personas, la Policía de Seguridad Aeroportuaria y la Dirección Nacional de Migraciones. Utiliza distintas vías de recolección de datos: La renovación del DNI y el Pasaporte, que brindan la fotografía de la persona y sus huellas dactilares digitalizadas; Las huellas dactilares registradas por la Policía Federal Argentina para su Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Digitales (AFIS); El control de ingresos y egresos efectuado por Migraciones con sus dispositivos electrónicos; Las imágenes captadas por cámaras de videovigilancia. En palabras de Julian Asssange acerca de SIBIOS: «Argentina tiene el régimen de vigilancia más agresivo de América Latina» debido a «las medidas de identificación que se han lanzando en el país, como los sistemas biométricos para los pasaportes». Respecto del DNI, el 27 de junio de 2014, el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, firmó un convenio con la Casa de la Moneda de España para que, a partir de 2015, el nuevo DNI sea “inteligente». Esto implica la inclusión de dos chips: uno donde se encontrarán los datos personales y, en el otro, la información correspondiente a la historia clínica, la ANSES, el PAMI y la tarjeta SUBE. El almacenamiento de esa cantidad de datos personales en una misma base de datos implica también un fuerte poder de parte del Estado al concentrar datos privados en una gran base de datos pública y unificada.
[37] Otras provincias que tienen regulaciones para el uso de las cámaras de seguridad son Córdoba, Mendoza, Santa Fe, Corrientes, Tierra del Fuego, Neuquén y San Luis.
[38] En materia de videovigilancia también aplica la protección del derecho a la intimidad y no ser molestado de la Constitución de la Nación en su artículo 19. Además, pactos internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que en su artículo 12 dispone que “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”, y derechos similares reflejados en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
[39] La ley reconoce la vigencia del principio de proporcionalidad e intervención mínima por lo que se obliga al Estado a ponderar cada situación y evaluar si la finalidad pretendida se consigue frente a la utilización de una medida intrusiva como lo constituye la grabación de imágenes de las personas permanentemente y en espacios públicos.
[40] «Videovigilancia y derecho a la intimidad», documento de la Oficina de Denuncias e Investigación delCentro de Protección de Datos Personales del Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, http://bit.ly/1EEVHwK
[41] https://en.panoptykon.org/
[42] Para ver la ubicación de las cámaras en la Ciudad de Buenos Aires, ingresar a: http://bit.ly/camscaba
[43] «Por qué no podemos saber dónde están las cámaras», por Andrés Pérez Esquivel, diario Perfil, 30 de noviembre de 2013, http://bit.ly/1LuxCNg. «La confidencialidad PRO», por A. P. Esquivel, Página 12, 30 de junio de 2014, http://bit.ly/1zxzVYj.
[44] Creada en 2007 y disponible en 140 ciudades del mundo.
[46] «Everyone hates this anonymous cameraman — but why?», The Verge, 19 de diciembre de 2014: http://bit.ly/1EAwJRv