(Artículo publicado en FM La Patriada) Los meses de agosto y septiembre se nos presentaron políticamente intensos. Quizá en demasía. El país, nuevamente, parece haber sido arrasado por otro huracán como el de fines de abril y comienzos de mayo, volviendo a conmocionar al conjunto de la sociedad argentina.
Ahora bien, en el presente marco de exagerada intensidad y volatilidad política, no es la intención de estas páginas hacer pronósticos a futuro. Porque en Argentina, hacer vaticinios en materia de política inmediata pareciera acercarse bastante a una narración del género de la ciencia ficción. Distanciándonos tanto del impresionismo como de la fascinación (pues consideramos que ambos han conducido hasta aquí a lecturas fenoménicas, carentes de rigurosidad analítica y memoria histórica), quisiéramos señalar, mediante un conjunto de apostillas, algunas reflexiones acerca de cómo hemos llegado hasta las circunstancias que marcan nuestro presente, y sobre las tendencias que observamos en perspectiva mirando hacia adelante:
La promiscuidad. En estos dos años y medio que ya han pasado de gobierno de Cambiemos, nos hemos enfrentado cotidianamente a las consecuencias económicas, políticas y sociales de una relación incestuosa. La mímesis producida entre Estado y capital (o mejor dicho, entre el Estado y las distintas fracciones predominantes del capital), ha resultado un obstáculo infranqueable para (y autoimpuesto por) la política oficial. Las rivalidades o enfrentamientos entre distintas figuras ministeriales que han caracterizado a esta etapa no se deben, como han señalado ciertos columnistas políticos, a problemas de egos (aunque ello también pueda haber existido). La repartija de las carteras económicas a representantes inmediatos de las distintas fracciones predominantes del capital ha imposibilitado en extremo cualquier expresión o momento de unidad o de generalidad en la política económica. De ese modo, ésta última ha consistido en una concesión casi transparente de las demandas inmediatas planteadas por cada fracción del capital concentrado (endeudamiento externo, liberalización financiera, “blanqueo” y fuga de capitales, “tarifazos”, eliminación de retenciones al agro y mineras, etc.). Tales concesiones produjeron inconsistencias permanentes en las distintas variables de la economía[1]. Y a su vez, obligaron al gobierno a recostarse en exceso sobre el endeudamiento con los mercados financieros con el afán sostener ese esquema de concesiones sin tener que acudir a un “shock”, insostenible desde un punto de vista político. Pero esta incestuosidad no es casual. Tampoco, creemos, es inesperada. Demuestra una vez más en la historia argentina en qué consiste la subjetividad política de las clases dominantes locales, quienes luego de “sufrir” las experiencias “populistas”, conciben como un derecho consagrado la sujeción del Estado a una relación de absoluta instrumentalidad. La emergencia de la crisis cambiaria/económica no es independiente, sino más bien inherente, y por tanto, consecuencia paroxística de esa forma de subjetivación política (que por supuesto, se cristaliza en prácticas concretas). Dicha crisis es una muestra cabal tanto de la sobreideologización reinante en los funcionarios provenientes de las corporaciones (“lluvia de inversiones”, “segundo semestre”, “la inflación es un problema de emisión”, “la devaluación no se traslada a precios”), como de la prepotencia radicada en una acumulación inusitada de poder (económico, político, mediático, judicial).
La vendetta. Si recién nos hemos referido al sometimiento del Estado como mero instrumento para la realización de necesidades inmediatas de las clases dominantes, ello se debe, como decíamos, a la mencionada subjetividad política de tales sectores. Cuyo “acto reflejo” frente a un proceso de redistribución progresiva del ingreso es la necesidad imperiosa y urgente de “poner las cosas en orden” y acabar con la “fiesta populista”. En ese sentido, si la balcanización de la política económica conduce a ésta hacia un descontrol, no sucede lo mismo en el terreno de la política. En ella, la revancha se impone como referencia unitaria de la época. Si la existencia de intereses inmediatos divergentes no permiten de entrada la construcción de consensos en torno al tipo de cambio, el nivel de consumo, la política fiscal o la política monetaria, existe un lugar donde la confluencia de los sectores dominantes exuda unanimidad: el “costo laboral”. Las paritarias son un objetivo común. El gobierno del Estado se aboca en pleno al servicio de esa tarea. Mientras tanto, las líderes de la etapa kirchnerista deben ser perseguidas: Milagro Sala y CFK, allí están (aunque desde ya, no son las únicas ni los únicos). Mas la revancha no termina allí. Cambiemos encarna una política y una discursividad que otorga nuevos bríos a la sensibilidad autoritaria y antidemocrática que, vale subrayar, nunca había dejado de existir como el lado oscuro de la cultura política argentina. Reverdecen, desde la propia esfera estatal, el clasismo, el racismo, la xenofobia. El autoritarismo social ya no es solo una corriente subterránea de la cultura política local. Ahora, pasa a convertirse en una política de Estado[2]. Y deviene un lugar de unidad. O bien, se convierte en el momento más plenamente político de los sectores dominantes.
La política. Si nos encontramos en tiempos de “politización autoritaria”, debemos decir a su vez que la crisis económica solo le ha dejado disponible ese nicho a la política oficial. Luego de las estampidas cambiarias, el margen de acción política es cada vez menor, se ha vuelto muy acotado. El modelo queda cada vez más angosto. Ya no permite la construcción de alianzas amplias por fuera de la coalición gubernamental y de los sectores dominantes que respaldan al presidente. Por eso ha habido una visión mistificada del primer fin de semana de septiembre, en que proliferaron las reuniones en la Quinta de Olivos. A su vez, ha existido una excesiva expectativa en las potestades de los discursos y la palabra presidencial para “calmar las aguas”. El acuerdo con el FMI ha resultado un verdadero mojón. Marcó, sin dudas, el ocaso del “gradualismo”. Si esta última dinámica significaba la posibilidad de regular políticamente el proceso de redistribución regresiva de la riqueza en curso, ahora esa alternativa ya no está dentro del menú de opciones del gobierno. Con el FMI, hay que cumplir. Así, la temporalidad del plan económico ya no es la misma. Se debe pisar el acelerador. En ese sentido, la “anorexia de soberanía”[3] que estamos presenciando, sumada al “shock” que demanda la asunción de los nuevos compromisos externos, ha degollado cualquier intento sustantivo de autonomía de lo político. Es por eso que los cambios de gabinete, el rol del ministro coordinador, la ampliación del espacio para los socios miembros de la alianza oficial, han perdido por completo un lugar de relevancia. Son rumores que, ciertos o no, no deben perder de vista lo principal: la política ha quedado casi por completo subordinada a la temporalidad de la economía. De ese modo, pareciera existir un solo lugar en que un cambio de gabinete podría funcionar como golpe de efecto: el nombramiento de un ministro de economía que se muestre obstinadamente dispuesto a implementar el ajuste con fiereza y autoridad (un “superministro” de economía, ¿les suena?).
La (doble) táctica. Del lado de las fuerzas populares, en estos más de dos años y medio hemos observado posicionamientos y actitudes variopintas, mas ninguna de ellas se ha asemejado siquiera en algo a la quietud o la pereza. Las diferentes expresiones del movimiento popular (sectores de la clase, fuerzas políticas, movimientos reivindicativos) han copado la calle, demostrando capacidad de organización, resistencia y movilización. En ese sentido, las calles no han cesado de dictarle lecciones al sistema político. En algunas oportunidades, ha existido una capacidad de traducción del movimiento social hacia la arena institucional, pero en términos generales la dirigencia política no ha podido (o no ha querido, según el caso) estar a la altura de la agenda callejera. Ahora bien, una explicación ligera de esa imposibilidad podría situarse exclusivamente en las virtudes o defectos en materia de articulación política (que, sin dudas, existen). No obstante, es necesario reponer la doble táctica que ha ostentado el gobierno a la hora de tratar con los reclamos sociales y políticos frente a la implementación del modelo. En ese sentido, el oficialismo ha operado con un doble juego. Es decir, un abordaje diferenciado de lo social y lo político, que ha condicionado fuertemente las potencialidades de traducción de la dinámica callejera en el campo específicamente político. El gobierno, en estos más de dos años y medio, ha oscilado entre una conducta dialoguista y otra represiva frente a las demandas de la calle (aquello que acotamos analíticamente como “lo social”). Por momentos se ha sentado con las organizaciones sociales. En otros ha acudido al ejercicio de la represión o al linchamiento mediático. Lo mismo ha ocurrido con los referentes sindicales. Hemos observado un trato disímil según el gremio y el gremialista del que se trate. Pero a su vez ha habido una conducta pendular, en convivencia simultánea, entre la convocatoria a mesas de negociación, por un lado, y la promoción de causas judiciales y el bullying mediático, por el otro. Complementariamente, frente a las movilizaciones o medidas de acción, el oficialismo no ha escatimado en el uso de la fuerza. Pero ha tendido a dosificarlo, ya sea que lo haya utilizado para disciplinar la protesta social o para ejercer la demagogia (en función del estado del consenso detectado a través de los grupos focales). En contrapunto con ese doble juego del gobierno en el terreno de “lo social”, no ha sucedido lo mismo frente a la oposición política. Allí no ha habido péndulo ni oscilación. Ante la posibilidad de emergencia de pequeños ensayos de construcción de una alternativa política amplia y heterogénea, la respuesta ha sido marcial. Tolerancia cero, podríamos decir. Con ese fin, el método de la judicialización política ha resultado el mecanismo excluyente. La articulación con los grupos multimediáticos para llevar a cabo ese modus operandi ha estado muy aceitado. La razón de esa inadmisibilidad es muy clara: la perentoria “normalización” del sistema político luego de la experiencia “populista”. Es decir, se apunta a una democracia donde las alternativas electorales no sean más que matices menores en la aplicación de un mismo programa económico. Una reestructuración del sentido del sistema democrático, para ceñirlo estrictamente a su dimensión institucional, bajo la condición excluyente de mantener inconmovibles sus cimientos económicos (es decir: democracia=gobernabilidad[4]).
La barrera. Ante el carácter ya inocultable del desgobierno económico que se ha cristalizado en las corridas cambiarias de inicios de mayo y fines de agosto de 2018, algunos periodistas comienzan a hablar de un posible adelantamiento de las elecciones presidenciales, de su desdoblamiento con las provinciales para beneficiar a figuras locales de Cambiemos, o sencillamente, de un eventual recambio político en el Poder Ejecutivo a manos de un sector moderado de la oposición. Si en octubre de 2017 la reelección de Mauricio Macri parecía incuestionable, hoy por lo menos ya es materia de discusión. Esa posibilidad se ha convertido en una tentación tanto para sectores de la clase dominante que se sienten decepcionados con la experiencia del macrismo, como para actores o referentes “responsables”, “dialoguistas”, “racionales” del sistema político que se ilusionan con la posibilidad de llegar a la Casa Rosada en 2019. Se impone así la pregunta por las chances de una “alternancia”. Es decir, de una salida “conciliada” al interior del establishment político, que le brinde oxígeno al modelo económico. El interrogante que irrumpe en escena es si las clases dominantes que apoyaron en pleno a Cambiemos en 2015 y 2017 estarían dispuestas a quitarle el apoyo a la alianza gubernamental, con el afán de apostar por un recambio. Nuestra hipótesis es que, salvo que la crisis económica se haga insostenible, la “salida conciliada” de Cambiemos, aun con un empeoramiento de la situación como producto del ajuste, resulta muy improbable. Sostenemos que existe una barrera para que ello suceda: la fortaleza del movimiento popular y su persistente expresión en un proyecto político. El “fantasma del populismo” aún está latente en Argentina. Sus referentes políticos también. La memoria de un modelo de país alternativo está demasiado fresca como para ser enterrada por un recambio “gatopardista”. Por lo tanto, la situación política se presenta bloqueada. De un lado, tenemos un gobierno aupado por los sectores dominantes (que rechazan con mirada retrospectiva cualquier forma de “autonomía relativa del Estado”) y respaldado por un férreo núcleo de apoyo en la ciudadanía (consustanciado con el goce autoritario que se vive y difunde en la esfera pública). Del otro, presenciamos un activismo popular y una ebullición callejera que, pese a su dispersión política, aún resguarda una considerable capacidad de síntesis en términos de proyecto institucional. Por eso, al menos hasta aquí, la “salida negociada” tiene demasiado gusto a poco para ambos bandos. Mientras tanto, la profundización del ajuste (el “gradualismo” se terminó… y lo peor recién está empezando) no hace sino dinamizar la temporalidad del proceso político y agudizar las contradicciones sociales.
La fantasía. En el contexto de la debacle social que nos toca atravesar, la construcción de una alternativa política de cara al 2019 se presenta como una urgencia para las fuerzas populares. Si esto revestía cierta claridad y relevancia en 2017, ahora ya se ha vuelto un tema acuciante. En ese marco, la realpolitik tiende a ponerse a la orden del día. Se trataría, sencillamente, de ver con quién “hay que cerrar” para obtener una victoria en las urnas. Desde ya, eso guarda su momento de verdad. Sin alianzas políticas amplias (de las buenas y de las no tanto) no hay alternativa posible. Pero tal formulación corre el riesgo de perder de vista, bajo la fantasía de la todopoderosa política palaciega, que si bien en este contexto una coalición diversa, heterogénea y plural se vuelve deseable y necesaria, ello no puede desestimar aquel aspecto constitutivo de la esfera de lo político: las relaciones de fuerzas. Un partido o un espacio electoral pueden contener a muchos y muy distintos actores, pero la cuestión determinante se halla en las fuerzas que en ellos se encuentran en disputa, y fundamentalmente, en la orientación y firmeza de su conducción política. Basta un ejemplo: el propio Néstor Kirchner, según los relatos, solía decir que el kirchnerismo era una fuerza con dirigentes de centro-derecha… pero con una conducción de centro-izquierda. La principal discusión en danza no está, por lo tanto, exclusivamente relacionada con la dirigencia que pueda sellar un acuerdo electoral opositor (aunque ello sea una parte por demás importante del asunto), sino con el grado de disputa que pueda existir en la conducción del mismo. Pues como dijimos más arriba, la subsunción popular a una mera salida de recambio no parece probable. Menos aún, el apoyo de sectores del establishment político opositor a una alternativa electoral que tienda lazos firmes con los referentes “populistas”.
La repetición. Los fantasmas del pasado se proyectan sobre el presente. Es inevitable. Quienes buscaron definir a Cambiemos como una auténtica novedad histórica han pecado de soberbios, de condescendientes… o de ignorantes (lo dejamos a juicio del lector). La inscripción del macrismo en el linaje de otras experiencias pretéritas de la derecha argentina se vuelve cada vez más palpable. Eso está en el aire. Su costado más evidente lo verbalizan los funcionarios del gobierno cuando expresan su temor frente a la posibilidad de un “diciembre caliente” en el conurbano bonaerense. O cuando los columnistas de los grandes medios de comunicación manifiestan indignación ante supuestos sesgos desestabilizadores por parte de quienes ellos han dado en llamar el “Club del helicóptero”. Pero también las sombras del pasado persiguen a los sectores populares esperanzados con el ocaso de este proceso político. “Si esto sigue así, explota, la situación social no da más”, se escucha murmurar aquí y allá. De ahí la pregunta por la irrupción (o no) de un estallido social “a la 2001”, que pueda provocar un final anticipado del actual gobierno. Por nuestra parte, no nos creemos capaces de vaticinar cómo se desenvolverán los acontecimientos. No descartamos de plano la reelección de Macri en 2019, ni un triunfo opositor, tampoco otras alternativas. Es que cuando se trata de la política, parafraseando a un filósofo de nuestro agrado, nos enfrentamos con la “incorregible imaginación de la historia”. En ese sentido, y más allá de la deriva que asuma el curso de los hechos políticos, quisiéramos terminar estas páginas subrayando con énfasis que si bien la historia se repite, nunca lo hace al pie de la letra. Y en particular, para ser más concretos, nos gustaría cerrar este escrito cuestionando la plena identificación de Macri con De la Rúa. Veamos algunas diferencias, a nuestro entender todas ellas de suma relevancia. En primer lugar, el gobierno de De la Rúa no estuvo precedido por un proceso político de avance popular. En segundo lugar, y relacionado con lo primero, no existía en el 2001 el nivel de organización y movilización popular actualmente en boga, ni la consecuente capacidad de contención social “por abajo”. En tercer lugar, la “politización autoritaria” promovida por el gobierno de Macri le ha brindado una base de apoyo que nunca tuvo el gobierno de la Alianza. Tal respaldo anida en un amplio espectro de la sociedad, pues el macrismo ha sabido leer y expresar políticamente un estado del consenso social, que no aceptaría inmóvil una salida forzada por izquierda a este gobierno de derecha. Y en cuarto lugar (entre otros aspectos que podríamos mencionar), la Alianza delarruista no estaba signada por la referencia epocal que, según nuestro punto de vista, define la experiencia del macrismo: la revancha de clase. Tanto el abroquelamiento político actual de las clases dominantes frente al “fantasma del populismo”, como la subjetivación política excesivamente autoritaria tanto del gobierno como de sus bases sociales de apoyo, nos inclinan a pensar que, aun frente al escenario de una crisis de gravedad, Macri no abandonaría la Casa Rosada sin antes ensayar un intento de disciplinamiento radical hacia al movimiento popular. Ahora bien, corriéndonos de esas similitudes y diferencias históricas, pensamos además que, aún bajo la épica del ajuste, este gobierno no está acabado ni mucho menos. Aún le queda mucho hilo en el carretel. Al mismo tiempo, creemos que aun cuando ello pudiera suceder, una crisis colosal nunca resulta deseable para las mayorías populares. Pues cuando una crisis de envergadura tiene lugar, el hambre y los muertos siempre salen del mismo bando (en criollo: siempre los pone el pueblo)[5]. Por eso, sostenemos, la salida popular más promisoria sería la de una “crisis política”, no espontánea sino causada por la “doble pinza” de la movilización callejera de masas y la ofensiva en el plano institucional. No obstante, como decíamos más arriba, ello no parece probable, pues la situación se presenta bloqueada. El futuro se muestra incierto. Esta historia continuará…
* Politólogo IEALC-UBA/CONICET. Investigador del CCC.
Ilustración: Con la puerta abierta, Tomás Sánchez (2015)
[1] A modo de ejemplo, el columnista del diario La Nación Néstor Scibona, en noviembre de 2016, realizó la siguiente afirmación a propósito de la relación entre política fiscal y política monetaria en el gobierno de Cambiemos: “El economista Miguel Ángel Broda grafica con una metáfora esta inconsistencia entre una política fiscal expansiva y una política monetaria restrictiva: dice que se asemeja a encender simultáneamente la calefacción y el aire acondicionado para climatizar un ambiente”. Ver: http://www.lanacion.com.ar/1959762-acuerdos-demasiado-caros
[2] Para describir este fenómeno de “politización autoritaria”, remito al interesante artículo publicado por Ezequiel Ipar y Gisela Catanzaro en la revista Anfibia: http://www.revistaanfibia.com/ensayo/nueva-derecha-autoritarismo-social/
[3] La expresión le pertenece al intelectual boliviano René Zavaleta Mercado, en su libro Lo nacional-popular en Bolivia.
[4] Un clamor por recomponer esta fórmula lo encontramos en la columna de Miguel Wiñazky en Clarín, el pasado viernes 14 de septiembre. Ver: https://www.clarin.com/opinion/calle-desesperacion-manipulacion_0_rk1_2aYO7.html
[5] A propósito del razonamiento sobre la posible emergencia de una crisis, recomendamos el provocativo artículo de Natalia Romé en la revista Kamchatka: http://www.revistakamchatka.com.ar/opinion/del-otro-lado-de-la-pared/
Artículo original en http://www.fmlapatriada.com.ar/pasaron-demasiadas-cosas-reflexiones-politicas-en-tiempos-intensos-por-andres-tzeiman/