A cincuenta años de Abbey Road, el testamento musical de Los Beatles. Los Beatles son viejos, Los Beatles son nuevos / Los Beatles lo son todo, Los Beatles son vos.
Yo nací con Los Beatles. Quiero decir: vine a un mundo en el cual Los Beatles eran una certeza, parte esencial del universo. (Ahí estuvimos lentos: tendríamos que haber rebautizado al hidrógeno como beatlenio o algo así —sigla Bt, porque B es boro, Be es berilio y Bi es bismuto—, para que cada vez que respirásemos y bebiésemos se equilibrase la química beatlesca de nuestros cuerpos.) Por aquel entonces eran un paisaje tan ineludible como el sol, los Fititos y los adoquines de las calles. No había edad demasiado corta para sustraerse a sus encantos. Yo adoraba sus dibujitos animados, que presentaban a la banda como una versión pop de Los Hermanos Marx. Cuando llegaban las canciones, pegaba la oreja contra el parlante de mi mueble-televisor en blanco y negro. Como en casa no había equipo de sonido, llamaba por teléfono a la prima de mi madre, que echaba a andar su tocadiscos y dejaba el tubo al lado para que pudiese escuchar a la distancia, por cortesía de ENTel, los cuatro temas que incluía el single: I Saw Her Standing There, Anna, Misery y Twist and Shout.
Objetivamente, duraron poco. Cuando dijeron basta yo tenía apenas siete. Pero en menos de una década produjeron una obra que todavía masticamos. Fueron el vehículo ideal para una revolución de la conciencia: detrás de sus canciones llegaron la psicodelia, Mao, la nouvelle vague, el zen, la ecología, el arte pop, el antibelicismo y la liberación de las costumbres —y los estereotipos— sexuales. Para el Occidente que decía profesar la fe compendiada por un libro que contaba la misma historia cuatro veces (según Mateo, Marcos, Lucas y Juan), Los Beatles reinventaron aquello en lo que creíamos. Desde los ’60 en adelante, nada nos resultó más natural que reinterpretarlo todo a la luz de los Evangelios según John, Paul, George & Ringo.
Lo que sigue deslumbrándome es el hecho de que en apenas siete años —otro eco bíblico: en el Antiguo Testamento, decir setenta veces siete equivale a decir eternamente— produjeron una serie de discos que equivalen a la evolución de una vida entera. La música de Los Beatles parece concebida para acompañarnos del comienzo al fin de nuestros días, un espejo en el cual nunca dejamos de medirnos. La infecciosa simpleza melódica de los primeros discos se presta al disfrute infantil. (Pruébenlo con los críos que tengan a mano. Canciones como Nowhere Man y Yellow Submarine siguen enganchándolos como el primer día.) A medida que los discos se suceden, la música empieza a hacerse más compleja y dramática, aparecen las contradicciones y la oscuridad — como ocurre a medida que crecemos. El armónico caos de la orquesta que cierra Un día en la vida sintetiza la madurez: una epifanía que podría oficiar de banda sonora del Big Bang y del fin del universo así como de todos nuestros comienzos y apocalipsis. Para culminar en esa suite de 16 minutos que cierra su obra final, Abbey Road —que este 26 de septiembre cumple medio siglo, nada menos—, con un par de versos que constituyen el epitafio perfecto.
Acompáñenme a cruzar una vez más la Calle de la Abadía —otro eco piadoso, desde que eso es lo que significa Abbey Road— y veamos qué queda de aquella magia, a cincuenta años de su botadura.
(Let’s) Come Together
En 1969, Los Beatles eran a la vez los artistas más populares del mundo y una bolsa de gatos. Cualquiera que haya visto el documental bautizado como el disco Let It Be (Michael Lindsay-Hogg, 1970) recordará la acrimonia que no disimulaban. Paul trataba de mantener al grupo unido, como si alguien lo hubiese elegido delegado del curso y su misión fuese levantar los espíritus; pero a la vez quería imponerse musicalmente. (Es inolvidable la escena en que George le dice, con sarcasmo made in Britain: «Tocaré lo que quieras que toque, o no tocaré si no querés que toque. Cualquier cosa que te complazca, la haré». De hecho, aunque el film no lo muestra, Harrison abandonó la banda en plena filmación y sólo volvió nueve días después, cuando le concedieron trabajar en otro estudio e invitar al tecladista Billy Preston.) Lennon estaba más interesado en Yoko que en la música —tiempo después definió la experiencia como «un infierno… las más terribles sesiones de grabación de la historia»— y Ringo interpreta por anticipado al Gaudio que popularizó el slogan qué-mal-que-la-estoy-pasando.
Pero de algún modo capearon la experiencia. Y cuando se reunieron para grabar Abbey Road (por razones extra-artísticas Let It Be se editó después, pero el último disco que los reunió fue Abbey Road, llamado así por la calle donde quedan los estudios Apple), los ánimos se habían aplacado. Tanto era así, que hasta habían comenzado a hablar de grabar otro disco. Durante una reunión que tuvo lugar el 8 de septiembre —pocos días antes de que Abbey Road saliese a la venta—, su conversación quedó registrada en una cinta. Allí se oye a Lennon proponer «una nueva fórmula»: dos canciones de Ringo y cuatro temas de cada uno del trío restante. Paul replica que hasta Abbey Road las canciones de George no habían sido tan buenas. George se defiende y John le dice a Paul que El martillo de plata de Maxwell —uno de los temas de McCartney en el Lado A de Abbey Road— no le había gustado a nadie.
Más allá de las discusiones, lo que queda claro es que Los Beatles estaban dispuestos a seguir grabando y que, en consecuencia, no consideraban que Abbey Road fuese su despedida. Sin embargo lo fue. Y el disco se banca ser (re)leído en esa clave.
El Lado A —todavía la música se organizaba así, binariamente— comenzaba con Come Together. Que es un tema de Lennon de acá a la China, aunque formalmente siguiese firmado por la dupla con McCartney. (Parte de la «nueva fórmula» que Lennon proponía en esa cinta planteaba el objetivo de que, de allí en más, cada uno firmase individualmente los temas que así eran compuestos.) El sonido es más negro y crudo de lo habitual, fundado sobre un groove que invita a andar, o cuanto menos a moverse. Las armonías y el piano eléctrico potencian esa negritud. La memorable línea de bajo es McCartney ciento por ciento, pero los coros no les pertenecen porque los grabó el mismo Lennon. De modo escalofriante, ese sonido como una ye que suena en la intro y al final de cada estrofa, es Lennon diciendo shoot —algunos sostienen que dice shoot me—, o sea: dispara, o dispárame. La leyenda que circulaba por entonces decía que Paul había muerto y que lo reemplazaba un doble, y que por eso en la foto de tapa circulaba descalzo — porque ya era un cadáver. Pero el que ya estaba casi muerto, porque le quedaban poco más de diez años de vida, era Lennon, que caería baleado en 1980… y en la tapa caminaba vestido de blanco, como se usa el luto en la India que inspiró varias de sus mejores canciones
Dicen que el tema expandía uno que Lennon ya había creado para la campaña en la que Timothy Leary enfrentó a Reagan como gobernador de California, y que hasta entonces se llamaba Let’s Get It Together. Más allá de los versos del estribillo, que quedaron escritos desde la versión original, el resto fue garabateado durante uno de los eventos de pública permanencia en la cama con Yoko. La letra es un disparate de esos que Lennon producía cuando se ponía a jugar con las palabras, en clave de absurdo. Si uno exprime los versos, se puede llegar a inferir una suerte de (auto)retrato sardónico, en torno a un tipo cool de pelo largo y mucha onda que «debe ser un joker —un comodín de la baraja— porque hace lo que se le canta». También menciona a Yoko, tira palabras del slang negro como mojo y evoca al blusero Muddy Waters, nombre que significa aguas turbias. Pero lo esencial es que la invitación a la unidad que constituye el título y el estribillo admite una lectura libidinosa, en la cual —créanme— no había reparado hasta ahora. La forma más natural de entender come together / over me en inglés es: Acaben juntos / encima mío. Lo cual explica por qué Timothy Leary la dejó pasar. «No se podía tener una canción de campaña que dijera eso, ¿no es cierto?», se rió Lennon años después, en lo que constituyó su última entrevista junto a Yoko.
Something (Algo) es la primera contribución de Harrison al álbum. Así como Come Together empezaba con un verso tomado de otra canción (Here come old flat-top era de una canción de Morris Levy popularizada por Chuck Berry), Harrison tomó el verso inicial de una canción de James Taylor que se llama precisamente Something In the Way She Moves, o sea: Algo en la forma en que ella se mueve. Es una canción de amor simple y perfecta, que incluye un solo de guitarra inspirado. Sinatra llegó a definirla como «la mejor canción de amor jamás escrita», pero también se la atribuyó a Lennon y McCartney, lo que prueba que su opinión distaba de ser infalible. Prefiero la evaluación de Lennon, que la consideraba la mejor canción del disco; y la de McCartney, que establecía —y también era cierto— que era lo mejor que Harrison había compuesto hasta entonces. Con el tiempo George negó que le hubiese estado dedicada a Pattie Boyd, su esposa por entonces. (Que, por cierto, terminó engañándolo con Eric Clapton.) Prefería decir que le hablaba a la efusión divina que representa cada ser amado: «Cuando amás a una mujer, estás amando al Dios que ves en ella».
Fue la primera vez que se eligió una canción de Harrison como cara A de un single. Y, por cierto, la última. Hoy la encuentro un tanto más sentimental de lo que puedo paladear, pero debo ser yo. Pocas cosas son más difíciles en este mundo que escribir una canción de amor simple y perfecta, y aunque hoy no me haga vibrar no se me escapa la dimensión del logro de su artesano.
Maxwell’s Silver Hammer (El martillo de plata de Maxwell) es un McCartney menor, trabajando en esa veta que Lennon despreciaba llamándola granny music — música para abuelitas. En efecto es vodevilesca y juguetona, con una de esas melodías infecciosas que son el trademark —la marca registrada— de Paul, pero la letra es bien negra. Cuanta la historia de un estudiante de medicina que deviene asesino serial, matando con el martillo del título y cargándose hasta al juez en el final. (Maxwell es el antecedente más directo, y consciente, del Mr. Jones de Sui Generis.) Por eso no me cuesta entender la enjundia con que McCartney defendió su canción: en el mundo que todavía estaba sacudido por los crímenes del Clan Manson, Maxwell era veneno con cobertura de chocolate, que hasta se daba el gusto de mencionar la patafísica del Alfred Jarry que McCartney leía por entonces.
Está claro que la canción representaba algo especial para Paul. Algunos parecieron apreciarla: en su crítica para la Rolling Stone, John Mendelsohn escribió que «con un humor malicioso que le es inusual, (McCartney) celebra el gozo que deviene de hundir el cráneo de cualquiera que amenace con deprimirte» y dijo que lo transmitía «con la tímidez propia del niño que forma parte de un coro». Pero sus compañeros nunca estuvieron de acuerdo. Harrison pensaba que era fruity, o sea una canción maricona. Y 40 años después, Starr recordaba todavía que la grabación fue tan larga que lo había aproximado a la locura.
Oh! Darling seguía siendo McCartney, pero en una vena opuesta. La letra continúa el mood siniestro de Maxwell —es la canción ideal para un femicida, o al menos para un violento con las mujeres (nadie repite tantas veces nunca te haría daño a no ser que esté tratando de convencerse de ello)—, pero esta vez la música está en sintonía: es pesada, de una cadencia empujada a lo abrasivo del heavy rock. La gente tiende a priorizar el lado gentil de McCartney, olvidando que algunos de sus temas —como Helter Skelter, del disco doble con tapas blancas— habían empujado a Los Beatles hacia un sonido más hard. La base instrumental se grabó rápido pero la voz tardó una semana: McCartney cantó sola una vez al día y bien temprano, porque quería que sonase «como si llevase siete días cantando ininterrumpidamente sobre un escenario».
Octopus’s Garden (El jardín de los pulpos) es una canción de Ringo, tan fruity como Maxwell —no hubiese desentonado en una comedia musical— pero uno se la banca porque es de Ringo y Ringo es simpático. Si se la mira de cerca, puede que transmita parte de su deseo de estar lejos de la hostilidad que imperaba entre sus compañeros — debajo del mar, por lo pronto. Pero, tal como el mismo Ringo decía respecto de Maxwell, «es música para abuelitas pero viene bien para balancear el resto de las canciones». (Esta es, por cierto, de esas canciones beatles que los niños aprecian desde la cuna. Por algo se la ha versionado tantas veces en El show de los Muppets.)
La canción que cierra el Lado A es I Want You (She’s So Heavy), que podríamos traducir como Te deseo (Ella es tan grossa), desde que heavy no se usa aquí en su acepción como pesado o denso sino en el admirativo del slang hippie de la época. La letra no puede ser más elemental, lo cual sorprende tratándose de Lennon. No cuesta mucho inferir que trataba a la vez de rendir homenaje a Yoko (te deseo tanto, nena, que me vuelve loco) y de irritar a McCartney, contrastando la grossitud de la una con la insoportable levedad del ser del otro que hasta entonces había sido su socio. Es un blues exasperado, bien eléctrico, al que dota de una cadencia latina y conduce a una coda arpegiada pero hard, un loop infernal sobre fondo de ruido blanco que se retroalimenta una y otra vez hasta que, en el límite —la canción es de las más largas que grabaron—, más que terminar se corta abruptamente a los 7:44 y nos deja pedaleando en el aire.
El Lado B arranca con un ánimo opuesto, el celestial de George que quedó inmortalizado en Here Comes the Sun (Aquí llega el sol). La canción espeja un doble alivio: el de haber escapado de una reunión burocrática en las oficinas de Apple, y el de darle la bienvenida a la primavera que suponía el final de «un largo, frío y solitario invierno». (Un ánimo con el cual aquellos que recién despedimos al largo y helado pero populoso winter macrista sintonizamos a la perfección: «Las sonrisas retornando a los rostros… Parece que pasaron años desde la última vez que estuvimos aquí».) Harrison la compuso en el jardín de la casa de Clapton en Surrey, sitio al que acudió cuando se hizo la rata de su rol gerencial. Y la grabó en cuatro jornadas con Paul y Ringo pero sin Lennon, a quien un accidente automovilístico mantuvo apartado del estudio.
Es de esas canciones que comunican su intención —infundir calor y esperanza, en este caso— aunque uno no entienda ni jota de lo que dice el cantante: una comunión perfecta entre música y letra, desprovista por completo de ironía.
La canción Because la inspiró Yoko al tocar Claro de luna de Beethoven. Lennon le pidió que invirtiese la sucesión de acordes y compuso a partir de esa progresión, que por supuesto no es una inversión mecánica. La letra vuelve a exhibir sencillez y brevedad, pero no a la manera de I Want You: esta vez es de una candidez casi infantil, conectando con una emoción elemental. «El amor es viejo, el amor es nuevo / El amor lo es todo, el amor sos vos». Lo que la torna conmovedora es el empaste entre esas voces: las de John, Paul & Jorge, grabadas tres veces para que sonasen como una armonía a nueve partes.
Hasta entonces, la tarea en el estudio había representado una sucesión de desencuentros vocales. Lennon no dejó que McCartney grabase la segunda voz en Come Together. Y McCartney grabó la solitaria y desgarrada voz de Oh! Darling, una melodía que Lennon creía le quedaba mejor a él pero que no le permitieron cantar. Because —la última canción que grabaron, en términos cronológicos— significó entonces el reencuentro entre esas voces que siempre habían armonizado tan bien, hasta que sus dueños dejaron de armonizar entre ellos. El título de la canción lo explica todo: because significa porque en sentido literal, pero coloquialmente se utiliza de otro modo. Cuando alguien te pregunta Why? (¿Por qué?), contestar apenas because, o just because, significa: Porque sí. Es la respuesta que das cuando no hace falta respuesta, porque la realidad es evidente y ya lo está explicando todo. Ante la pregunta: ¿Por qué Los Beatles se convirtieron en Los Beatles?, la respuesta que cabe es poner este tema y decir: because.
A continuación ocurre la suite de 16 minutos, compuesta por ocho canciones breves engarzadas como piedras a un collar. La primera es un número de McCartney: You Never Give Me Your Money, que comienza como una balada al piano y después empieza a rockear. La melancólica demanda apunta a alguien que estafó al protagonista, confundiéndolo con documentos mientras se quedaba con su dinero y lo dejaba «sin ningún lugar al que ir»; Paul dijo siempre que era un dardo contra el abogado que había comenzado a representar a los otros tres, llamado Allen Klein, pero la música había sido compuesta antes. La canción va yéndose en fade entre solos de guitarra y armonías vocales, que son el puente que conecta con Sun King (Rey sol), una melodía de Lennon que las tres voces elevan al cielo aun cuando las palabras no digan nada. (De hecho, el tramo final es una sanata que Lennon armó a partir de palabras en italiano cocolichesco con un toque de portugués, muy al estilo de lo que Solari haría tiempo después en Criminal mambo.)
Mean Mr. Mustard (El malvado Señor Mostaza) era otra de Lennon, compuesta durante el viaje a la India en el ’68. Presenta a una suerte de homeless que duerme en el parque y grita obscenidades todo el tiempo; a pesar de que formalmente Don Mostaza no puede ser más opuesto al Capitán Reposera, me tienta reconvertir la canción en Mean Mr. Macri — such a mean old man.
La trifecta lennoniana culmina con Polythene Pam (Pamela Polietileno, un título que hoy definiríamos como digno de un tema solariano). «Otra porquería que escribí en la India», según su autor. Hay quien sugirió que Pam es la hermana del Señor Mostaza, mencionada en la canción previa; pero Pamela Mostaza es una laburante responsable, mientras que Pamela Polietileno es una zarpada que se viste con una bolsa de plástico, botas y una falda escocesa que la hace parecer un chongo.
El tema lleva el pulso hasta el rock, donde lo retoma McCartney para engarzar She Came In Through the Bathroom Window (Ella entró a través de la ventana del baño), inspirada por una anécdota de la vida real que padeció en su propia casa. Ahí se baja un cambio y McCartney reincide con Golden Slumbers, una balada al piano que lo acerca al engolamiento que ya había visitado en Let It Be con The Long and Winding Road (El largo y sinuoso camino), tal vez llevado de las narices por la pretensión de adaptar una poesía del siglo XVII atribuida a Thomas Dekker. Carry That Weight (Soporta ese peso) regresa a las armonías y refrita partes de You Never Give Me Your Money, el modo que encontró McCartney —que fue el de la idea, apoyado por el productor George Martin— de subrayar que la estructura de suite era deliberada.
Y entonces llega el final: la octava canción, que se llama —nunca más apropiadamente— The End. Comienza con el único solo de batería en la discografía de Los Beatles, sigue con tres guitarras intercambiando solos y termina con las tres voces en armonía, cantando apenas dos versos que dicen casi todo lo que hay que decir, lo único que necesitaríamos saber de allí en más: «Y al final, el amor que recibas / será tanto como el amor que hayas creado». Acorde abierto y eso es todo, amigos.
…Aunque, tratándose de los Hermanos Marx del rock, no podía faltar una jodita final. Abbey Road termina allí, en los términos más formales: la lista de temas que figura en la tapa señala que The End es el último. Pero el ingeniero a cargo, John Kurlander, dejó al final de la cinta, después de 20 segundos de puro silencio, una cancioncita que originalmente formaba parte de la suite y habían terminado por descartar — o sea, la mandó al fondo para no borrarla en caso de que alguien se arrepintiese… y ahí quedó. La jodita dura 23 segundos y es un McCartney prototípico, a medias encantador y a medias pícaro, titulado Herr Majesty (Su Majestad):
Su Majestad es una chica agradable, pero no tiene mucho para decir.
Su Majestad es una chica agradable, pero cambia día tras día.
Quiero decirle que la amo un montón, pero tengo que llenarme la panza de vino.
Su Majestad es una chica agradable, algún día la voy a hacer mía.
Cuando Los Beatles escucharon la cinta del disco entero, apareció Herr Majesty que había quedado allí por error. Pero el efecto sorpresa que generaba les pareció disfrutable, y decidieron dejar la cancioncita como estaba.
Y entonces sí que terminaba el disco que no estaba pensado como una despedida. Hasta que, inevitablemente, no pudo ser considerado como otra cosa.
Hello goodbye
¿Es Abbey Road un adiós a la altura de la leyenda Beatle? En su momento las críticas fueron tibias. Buena parte de esa reticencia tuvo que ver con el ánimo de su tiempo, que reflejó Robert Christgau del Village Voice después de una charla en Berkeley con el periodista y ensayista Greil Marcus (autor de, entre otras joyas, Lipstick Traces / Rasgos de carmín): «El viento de la opinión ha cambiado y ahora está en contra de Los Beatles. Todo el mundo está bardeando Abbey Road«. Pero con los años el viento volvió a mudar de dirección, al punto de que hoy muchos críticos y medios lo consideran uno de los mejores, si no el mejor, álbum de la banda.
Es una opinión difícil de sostener, desde que Abbey Road no contiene ninguna de las mejores canciones de Lennon-McCartney y la contribución de Harrison por sí sola no alcanza. No hay allí ni rastros del Lennon que era un brillante letrista. (Con el tiempo definió esa etapa como una en la que se estaba «ahogando» y no le salía otra cosa que gritar. Recién en John Lennon / Plastic Ono Band (1970), y a consecuencia de la terapia que desarrolló bajo la guía de Arthur Janov, consiguió que ese grito se tradujese en palabras e iluminase canciones como Madre, Héroe de la clase trabajadora y Dios.)
Lo que tiene de bueno Abbey Road es que —como la banda— conforma un todo que es bastante más que la suma de sus partes. Pieza por pieza, no está a la altura de esfuerzos previos. Pero si se lo deja fluir de principio a fin, arma en nuestras cabezas una ciudad volante que vale la pena visitar, recorrer y quedarse a conocer. Este efecto es particularmente intenso durante la suite. ¿Tiene algún sentido explícito esa pegatina de fragmentos o breves canciones? No necesariamente: no hay ningún tema que vertebre o vincule lo que dicen las letras. Pero eso es una bendición disfrazada, porque si lo hubiese, no haría otra cosa más que distraer de lo importante que ocurre durante esos 16 minutos.
La suite que cierra Abbey Road es el sonido de Los Beatles reencontrándose con la música. Habían sido demasiados años de cofradía forzada, el crecimiento individual se estaba convirtiendo en una pulsión más fuerte que el proyecto común; la fama, el ego y las disputas por el dinero —y ante todo, por el poder dentro de la banda— empujaban en la dirección de la entropía. Sin embargo, uno le presta oídos a la suite aun hoy y todo lo que se escucha son cuatro tipos reconciliándose con la idea de que la música —como lo había sido en un principio— sigue siendo más poderosa que todo lo demás; una magia infinita, la argamasa que cohesionaba su universo.
Por eso el disco termina, pero no termina y más bien opta por seguir jugando. Porque en el estudio propio, entre viejos colaboradores y libres de la presencia de intrusos —como las cámaras del equipo que Lindsay-Hogg empleó en Let It Be, el documental—, recordaron que, así como la música los había llevado hasta allí, todavía podía transportarlos por encima de los rencores, las desconfianzas y los intereses ajenos.
En eso confiaban, como lo atestigua la grabación del 8 de septiembre del ’69 de la que da cuenta el periodista Mark Lewisohn. Pero no pudo ser, al menos no de ese modo. Aquellas voluntades ya no volvieron a armonizar. Es tentador imaginar con qué maravillas ulteriores habríamos contado de proseguir su asociación. Sin embargo, lo único que no corresponde hacer es quejarse. Los Beatles fueron el Big Bang de nuestro universo cultural —porque su influencia fue mucho más allá de la música— y desde entonces ese universo no ha hecho más que expandirse y enriquecerse.
Volver a sus discos es retornar al estallido que lo comenzó todo, a esa belleza que estaba comprimida en un vinilo y al estallar dejó marcas en todo lo que hoy podemos oír, ver, paladear, pensar y sentir. Por eso es tan útil parafrasear la última canción que grabaron para dotarla del sentido que dejaron picando allí: «Los Beatles son viejos, Los Beatles son nuevos / Los Beatles lo son todo, Los Beatles son vos».
Cada vez que suenan sus canciones el tiempo se pulveriza y la música anuncia que nuestras vidas vuelven a ser pura posibilidad. Tal como lo dice McCartney en You Never Give Me Your Money: «Agarrá las valijas y metete en la limusina / Pronto vamos a estar lejos de acá / Pisá el acelerador y secate esa lágrima / Un dulce sueño se hizo realidad hoy».
Because.